Los heroísmos de los esposos cristianos
Discurso de Su Santidad el Papa Pío XII a los recién casados, publicado en Ecclesia el 15 de septiembre 1941.
Si la piedad de Dios para con la humana miseria, da potencia y fuerza a Nuestra invocación, es omnipotente, en cambio, la bendición que desciende de Dios; porque, cuando habla Él, brotan de la nada el cielo y la tierra y toda la naturaleza viviente. Entonces, formado por el Creador, el hombre se yergue del fango para recibir, como aliento de la boca divina, un espíritu inmortal, y para escuchar, juntamente con su compañera semejante a él, sacada de su costado, aquella bendición, que es un mandato, de crecer y multiplicarse y de llenar la tierra. Vosotros, recién casados, que habéis creído en el nombre de Cristo, habéis sido bendecidos en su nombre ante el altar, para que por vosotros se aumente la muchedumbre de los hijos de Dios y se complete el número de los elegidos. El Señor se ha dignado llamaros a este altísimo fin, al instituir el matrimonio como un deber de naturaleza y al elevarlo a la dignidad sobrenatural de sacramento, cuando os ha unido con aquel santo vínculo indisoluble que enlaza vuestros corazones y vuestras vidas.
No hay, pues, por qué maravillarse de que un estado tan noble exija también sus heroísmos extraordinarios en situaciones excepcionales, y los de la vida cotidiana; heroísmos frecuentemente ocultos, mas no por ello menos admirables, sobre los cuales Nos proponemos hoy llamar vuestra atención. En los tiempos modernos, lo mismo que en los primeros siglos del cristianismo, en aquellos países del mundo en que las persecuciones religiosas se enconan aquí o allá, declaradas o solapadas, pero no menos duras, los fieles más humildes pueden encontrarse en cualquier momento frente a la dramática necesidad de escoger entre su fe, que tiene el deber de conservar intacta, y la propia libertad, los medios para sustentar su vida, y hasta la vida misma.
Pero aun en las épocas normales, en las vicisitudes y en las circunstancias ordinarias de las familias cristianas, ocurre a veces que las almas se ven colocadas bruscamente en la alternativa de violar un deber ineludible o de exponerse a sacrificios y riesgos dolorosos y agobiantes en la salud: es decir adpuestas en la necesidad de ser y de mostrarse heroicas, si quieren mantenerse fieles a sus obligaciones y permanecer en la gracia de Dios.
Cuando nuestro Predecesor, el Papa Pío XI en la carta encíclica Casti connubi, proclamaba y recordaba las santas e inviolables leyes de la vida matrimonial, ponderaba que en no pocos casos se exige a los esposos cristianos un verdadero heroísmo para cumplirlas inviolablemente. Sea que se trate de respetar los fines del matrimonio queridos por Dios, o de resistir a los incentivos ardientes y lisonjeros de las pasiones y de las tentaciones que mueven a un corazón inquieto a buscar en otro lugar lo que no ha encontrado en su legítima unión de un modo que le satisfaga plenamente, como había esperado; sea que para no romper o no aflojar el vínculo de las almas y del amor mutuo, llegue la hora de saber perdonar, de olvidar una desavenencia, una ofensa, un choque quizá grave... ¡Cuántos dramas íntimos nacen y desarrollan sus amarguras y sus lances detrás del velo de la vida diaria! ¡Cuántos heroicos sacrificios ocultos! ¡Cuántas angustias de espíritu para convivir y para mantenerse cristianamente constante en su puesto y en su deber!
Y esta misma vida cotidiana, ¡cuánta fortaleza de ánimo no demanda muchas veces: cuando todas las mañanas se ha de volver a los mismos trabajos rudos y fastidiosos en su monotonía; cuando hay que soportar, en bien de la paz, con la sonrisa en los labios, amablemente, alegremente, los defectos recíprocos, los contrastes nunca vencidos, las pequeñas divergencias de gustos, de hábitos, de ideas, a los que da lugar frecuentemente la vida en común; cuando en medio de incidentes y dificultades menudas e inevitables, no se debe turbar ni menguar la calma y el buen humor; cuando en un choque impensado, hay que ayudarse del saber callar, de contener a tiempo la queja, de cambiar y dulcificar la palabra, que, de ser pronunciada, desahogaría los nervios irritados, pero difundiría una nube oscura en la atmósfera de las paredes domésticas! Son mil detalles insignificantes, momentos fugaces, cada uno de los cuales es muy poca cosa, casi nada; pero que acaban por hacerse muy gravosos con su continuidad y su acumulación, y en los cuales, sin embargo, viene a tejerse y a encadenarse en su mayor parte, gracias a la recíproca tolerancia, la paz y la alegría de un hogar.
Sin embargo, la fuente, el alimento y el sostén de la alegría y de la paz de la familia, debe ser particularmente la mujer, la esposa, la madre. ¿No es ella la que aumenta, une y vincula con lazos de amor al padre con los hijos, la que con su afecto viene a compendiar en sí la familia, vela sobre ella, la guarda, la protege y la defiende? Ella es el canto de la cuna, la sonrisa de los niños rosados y vivos, o llorosos y enfermos; la primera maestra que les hace levantar la vista al cielo, que lleva a sus hijos e hijas a postrarse ante los altares sagrados, que les inspira a veces los pensamientos y deseos más sublimes.
Dadnos una madre que sienta profundamente en su corazón la maternidad espiritual, no menos que la natural, y veremos en ella la heroína de la familia, la mujer fuerte, a la cual podréis ensalzar con el canto en el libro de los Proverbios, y decir de ella: “La fortaleza y el decoro son su vestidura, y mira con confianza el porvenir. Abre su boca a la sabiduría, y la ley de la bondad gobierna su lengua. Vigila ella misma la marcha de su casa, y no come el pan en la ociosidad. Sus hijos se levantan para llamarla bienaventurada, y su marido para elogiarla”
La madre y la mujer fuerte tiene otra alabanza, la del heroísmo en el dolor, como corresponde a la que, con frecuencia, en la escuela de la desventura, de la aflicción y de la pena, es más valiente, intrépida y resignada que el hombre, porque sabe aprender del amor el dolor. Mirad a las piadosas mujeres del Evangelio, que siguen a Cristo y le asisten con sus medios, y sobre el camino del Calvario le acompañan llorando hasta la Cruz. El corazón de Cristo es todo misericordia hacia las lágrimas de la mujer: lo supieron las llorosas hermanas de Lázaro, la doliente viuda de Naím, la Magdalena que lloraba ante el sepulcro. Y también hoy, en esta hora tan cruenta, ¿quién sabría decir a cuántas madres, aunque no les resucite el hijo muerto, la benignidad del Redentor derrama en el seno el bálsamo de su palabra consoladora: “No llores”?
Queridos recién casados: mirad esperanzados a la alta meta del heroísmo en el camino de la vida que emprendéis. Siempre ha sido verdad que, desde las cosas mas pequeñas, se emprende la marcha hacia las mas grandes, y que la virtud es una flor que corona el crecido tallo, regado por la fatiga asidua de cada día. Este es el heroísmo cotidiano de la fidelidad a los deberes acostumbrados y comunes de la vida ordinaria; heroísmo que forma y prepara las almas, que las eleva y las templa para las jornadas en que Dios tal vez les pedirá un heroísmo extraordinario.
No busquéis en otra parte la fuente de tales heroísmos. En todas las circunstancias del vivir humano, el heroísmo tiene su raíz esencial en el sentimiento profundo y dominador del deber, de aquel deber con el cual no es posible transigir ni pactar, que tiene que prevalecer en todo y sobre todo; sentimiento del deber que, para los cristianos, es el reconocimiento consciente del dominio soberano de Dios sobre nosotros, de su soberana autoridad y de su bondad soberana, sentimiento que nos enseña que la voluntad de Dios claramente manifestada no admite discusiones, sino que impone un sometimiento total; sentimiento que, por encima de todas las cosas, nos hace comprender que esta voluntad divina es la voz de un infinito amor para nosotros; sentimiento que no es de un deber abstracto o de una ley prepotente e inexorable, hostil, y destructora de la libertad humana en el querer y en el obrar, sino que responde y se inclina a las exigencias de un amor que trasciende y gobierna las multiformes vicisitudes de nuestra vida de aquí abajo.
Los sacrificios menudos, las pequeñas victorias sobre vosotros mismos, irán vigorizando y enraizando de día en día el hábito virtuoso de no preocuparos de impresiones, impulsos o repugnancias, que broten en el sendero de vuestra vida, cada vez que se trate de un deber, de una voluntad de Dios que cumplir. El heroísmo no es fruto de un día, ni madura en un mañana. Las almas grandes se forman y elevan a través de lentas ascensiones, para encontrarse prontas, cuando llegue la ocasión, a las gestas magníficas y a los supremos triunfos que nos llenan de admiración.
A fin de que en vuestras almas crezcan estos sentimientos cristianos del deber y esta alegre y valerosa confianza, os damos, de todo corazón, como prenda de los favores celestes más grandes, Nuestra paternal bendición apostólica.