Lunes Santo - textos litúrgicos

Fuente: Distrito de México

Isaías, profeta preciso y elocuente en lo que hace relación a las pruebas del Mesías, nos revela hoy los padecimientos de nuestro Redentor y la paciencia con que sufrió los malos tratos de sus enemigos. Jesús ha aceptado la misión de víctima universal y no le apartará de su decisión ningún dolor ni humillación. "No escondí mi rostro ante las injurias y los esputos". Los ángeles se anonadan ante tan augusta Faz, desfigurada y ultrajada por estos miserables. Prosternémonos con ellos y pidamos perdón porque nuestros pecados fueron la causa del martirio de esta víctima divina. 

LA HIGUERA MALDITA

Jesús vuelve de nuevo a Jerusalén con sus discípulos muy de mañana. Había partido en ayunas y, según el Evangelio, en medio de su camino sintió hambre[1]. Se acerca el Señor a una higuera: no tiene más que hojas. Queriendo darnos una lección, Jesús maldice a la higuera, que se seca al momento. Entonces anuncia el castigo de aquellos que se contentan con los buenos deseos sin producir frutos de conversión. La alusión a Jerusalén no era menos conminativa. Esta ciudad llena de celo por el culto externo tenía los corazones obcecados. y endurecidos; no tardaría mucho en desechar y crucificar al Hijo de Dios, de Abrahán, de Isaac y de Jacob.

Pasó gran parte del día en el templo, donde Jesús discutió largamente con los Príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo. Hablaba con una vehemencia inusitada y deshacía sus preguntas insidiosas. Véanse los capítulos XXI, XXII y XXIII en que San Mateo pone de relieve la vehemencia de sus discursos en los que apostrofa con una energía creciente el crimen de su infidelidad y la terrible venganza que llevará consigo.

CASTIGO DE JERUSALÉN

Finalmente Jesús salió del templo y se dirigió a Betania. Habiendo llegado al monte de los olivos, desde donde se dominaba la ciudad, se sentó un momento. Sus discípulos aprovecharon este descanso para preguntarle en qué tiempo tendrían lugar los castigos que acababa de predecir contra el templo. Entonces Jesús viendo en globo profético los desastres de Jerusalén y las calamidades del fin del mundo, pues la primera de estas desgracias es la figura de la segunda, anunció que sucedería cuando el pecado hubiese llegado a su colmo. En lo tocante a la destrucción de Jerusalén fijó la fecha al decir: “En verdad os digo que no pasará esta generación sin que se hayan cumplido todas estas cosas”[2]. Así fue; apenas habían trascurrido cuarenta años cuando los ejércitos imperiales preparados para exterminar el pueblo deicida, ponían sus tiendas en lo alto del monte Olivete, en el mismo lugar en que estaba ahora el Salvador y desde allí amenazaban a la Jerusalén ingrata y menospreciadora. Después de haber conversado largamente acerca del juicio final en el que serán juzgados todos los hombres, Jesús entra en Betania y consuela con su presencia el corazón traspasado de dolor de su Santísima Madre.

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