Origen, frutos y promesas del Santo Rosario
El Santo Rosario, compuesto en su fondo y substancia de la oración de Jesucristo y de la Salutación Angélica —esto es, el Padrenuestro y el Avemaría— y la meditación de los misterios de Jesús y María, es sin duda la primera oración y la devoción primera de los fieles, que desde los apóstoles y los discípulos se transmitió de siglo en siglo hasta nosotros.
No obstante, el Santo Rosario, en la forma y método que lo recitamos al presente, sólo fue inspirado a la Iglesia en 1214 por la Santísima Virgen, que lo dió a Santo Domingo para convertir a los herejes albigenses y a los pecadores.
Ocurrió como sigue, según cuenta el Beato Alano de la Roche en su libro, De Dignitate Psalterii. Viendo Santo Domingo que los crímenes de los hombres obstaculizaban la conversión de los albigenses, entró en un bosque próximo a Tolosa y pasó en él tres días y tres noches en continua oración y penitencia, no cesando de gemir, de llorar y de macerar su cuerpo con disciplinas para calmar la cólera de Dios; de suerte que cayó medio muerto. La Santísima Virgen, acompañada de tres princesas del cielo, se le apareció entonces y le dijo: «¿Sabes tú, mi querido Domingo, de qué arma se ha servido la Santísima Trinidad para reformar el mundo?» Respondió Santo Domingo: «Oh Señora, Vos lo sabéis mejor que yo, porque después de vuestro Hijo Jesucristo fuisteis el principal instrumento de nuestra salvación.» Ella añadió: «Sabe que la pieza principal de la batería fue la Salutación Angélica, que es el fundamento del Nuevo Testamento; y por tanto, si quieres ganar para Dios esos corazones endurecidos, reza mi salterio.» El Santo se levantó muy consolado y, abrasado de celo por el bien de aquellos pueblos, entró en la Catedral. En el mismo momento, sonaron las campanas por intervención de los ángeles para reunir a los habitantes, y al principio de la predicación se levantó una espantosa tormenta; la tierra tembló, el sol se nubló, los repetidos truenos y relámpagos hicieron estremecer y palidecer a los oyentes; y aumentó su terror al ver una imagen de la Santísima Virgen expuesta en lugar preeminente, levantar los brazos tres veces hacia el cielo, para pedir a Dios venganza contra ellos si no se convertían y recurrían a la protección de la Santa Madre de Dios. El cielo quería, por estos prodigios, aumentar la nueva devoción del Santo Rosario y hacerla más notoria. La tormenta cesó al fin por las oraciones de Santo Domingo. Continuó su discurso y explicó con tanto fervor la excelencia del Santo Rosario, que los moradores de Tolosa lo aceptaron casi todos, renunciaron a sus errores, y en poco tiempo se vió un gran cambio en la vida y las costumbres de la ciudad.
Un día en que estaba el santo en Nuestra Señora de París rezando el Santo Rosario, como preparación a la predicación, se le apareció la Santísima Virgen y le dijo: «Domingo, aunque lo que tienes preparado para predicar sea bueno, he aquí, no obstante, un sermón mucho mejor que yo te traigo.» Santo Domingo recibe de sus manos el libro donde estaba el sermón, lo lee, lo saborea, da gracias por él a la Santísima Virgen. Luego sube al púlpito y dice a toda la concurrencia de grandes y doctores que habían venido —habituados todos a discursos floridos— que no les hablará con palabras de sabiduría humana, sino con la sencillez y la fuerza del Espíritu Santo. Y, efectivamente, les predicó el Santo Rosario explicándoles palabra por palabra, como a niños, la salutación angélica, sirviéndose de comparaciones muy sencillas, que había leído en el papel que le había dado la Santísima Virgen.
Como todas las cosas, aun las más santas, en cuanto dependen de la voluntad de los hombres, están sujetas a cambios, no hay por qué sorprenderse de que luego estuvo casi sumida en el olvido esta devoción. Además, la malicia y envidia del demonio han contribuido, sin duda, a la menor estimación del Santo Rosario, para detener los torrentes de gracia de Dios que esta devoción atraía al mundo. En efecto, la justicia divina afligió todos los reinos de Europa el año 1349 con la peste más horrible que se recuerda, la cual se extendió en Italia, Alemania, Francia, Polonia y Hungría y desoló casi todos estos territorios, pues de cien hombres apenas quedaba uno vivo; las poblaciones, las villas, las aldeas y los monasterios quedaron casi desiertos durante los tres años que duró la epidemia. Este azote de Dios fue seguido de otros dos: la herejía de los flagelantes y un desgraciado cisma el año 1376.
Luego que, por la misericordia de Dios, cesaron estas calamidades, la Santísima Virgen ordenó al Beato Alano de la Roche, célebre predicador de la Orden de Santo Domingo, renovar la devoción al Santo Rosario. Este Beato Padre empezó a trabajar en esta gran obra el año 1460, después que Nuestro Señor Jesucristo, para determinarle a predicar el Santo Rosario, le manifestó un día en la Sagrada Hostia, cuando el Beato celebraba la Santa Misa: «¿Por qué me crucificas tú de nuevo?» «¿Cómo, Señor?», le contestó el Beato Alano sorprendido. «Son tus pecados los que me crucifican, le respondió Jesucristo, y preferiría ser crucificado otra vez a ver a mi Padre ofendido por los pecados que has cometido. Y me crucificas aún, porque tienes ciencia y cuanto es necesario para predicar el Rosario de mi Madre y por este medio instruir y desviar muchas almas del pecado; tú los salvarías, impidiendo grandes males, y, no haciéndolo, eres culpable de los pecados que ellos cometen.» Estos reproches terribles resolvieron al Beato Alano a predicar incesantemente el Rosario.
La Santísima Virgen le dijo también cierto día, para animarle aún más a predicar el Santo Rosario: «Fuiste un gran pecador en tu juventud, pero he obtenido de mi Hijo tu conversión, he rogado por ti y hubiese deseado, a ser posible, padecer toda clase de penas para salvarte, pues los pecadores convertidos son mi gloria, y para hacerte digno de predicar por todas partes mi Rosario.» Santo Domingo, describiéndole los grandes frutos que había conseguido en los pueblos por medio de esta hermosa devoción, le dijo: «Ves el fruto que he conseguido con la predicación del Santo Rosario; haz lo mismo, tú y todos los que amáis a María, para de ese modo atraer todos los pueblos al pleno conocimiento de las virtudes.» Esta es la historia del establecimiento del Santo Rosario por Santo Domingo y de su renovación por el Beato Alano de la Roche.
El Beato Alano de la Roche, las crónicas de Santo Domingo y otros autores, que fueron muchos de ellos testigos oculares, refieren un gran número de conversiones milagrosas de pecadores y pecadoras después de veinte, treinta o cuarenta años en el mayor desorden, nada había podido convertirlos, y que se convirtieron por esta maravillosa devoción.
Caros lectores, si practicáis esta devoción, aprenderéis y experimentaréis felizmente, el efecto maravilloso de las promesas hechas por la Santísima Virgen a Santo Domingo, al Beato Alano de la Roche y a cuantos hagan florecer esta devoción que le es tan grata, que instruye a los pueblos en las virtudes de su Hijo y en las suyas, inicia en la oración mental y conduce a la imitación de Jesucristo, a la frecuencia de los sacramentos, a la práctica sólida de las virtudes y toda clase de buenas obras; a ganar preciosas indulgencias que los pueblos ignoran.
El Rosario es manantial y depósito de toda clase de bienes: obtiene la penitencia y la absolución para los pecadores, la alegría para los que lloran, la tranquilidad a los tentados, entendimiento a los ignorantes, auxilio a los necesitados, a los vivos los salva de la ruina y a los difuntos les obtiene la misericordia por modo de sufragio.
«Quiero que los devotos de mi Rosario obtengan la gracia y bendición de mi Hijo durante su vida, en la hora de la muerte y después de ella. Quiero que se vean libres de todas las esclavitudes y sean reyes verdaderos, con la corona en la cabeza y el cetro en la mano, y alcancen la gloria eterna. Amén.»