Padre Pío, el vivo retrato de Cristo crucificado

La publicación de julio-septiembre 2018 de Le Chardonnet (#340) incluye un artículo escrito por el Padre François-Marie Chautard sobre el Padre Pío, el sacerdote estigmatizado que murió hace 50 años, el 23 de septiembre de 1968.
Una de las misiones del Padre Pío fue "hacer visible la cruz de Cristo". Cristo tomó la forma humana para volver visible lo invisible. Esta revelación de Dios no terminó con su Ascensión, pues tras su regreso a su Padre, Nuestro Señor envió al Espíritu de Santidad. Desde entonces, todos los siglos han dado varios santos cuyas vidas perfectas, en imitación de la vida de Cristo, parecen renovar su Encarnación. En ocasiones, la vida exterior de algunos santos se adhiere tan perfectamente a la de Jesucristo que reviven su Pasión en su propia carne.
San Francisco de Asís es el ejemplo más conocido de todos, y muchos artistas han mostrado al Poverello recibiendo los estigmas. Otros santos también experimentaron este fenómeno extraordinario: Santa Catalina de Siena, o Madame Acarie (Beata María de la Encarnación), cuyos estigmas eran invisibles.
Pero hasta el 20 de septiembre de 1918, ningún sacerdote, a pesar de su unión sacramental con Cristo, Sumo Sacerdote, había sido elegido para renovar en su propia carne el misterio del sacrificio de la Cruz.
El 20 de septiembre de 1918, mientras rezaba ante un crucifijo colgado en el coro de los monjes, varios rayos de luz que salían del crucifijo le atravesaron las manos, los pies y el costado como si fueran flechas. El joven capuchino de 31 años aún no lo sabía, pero durante los siguientes cincuenta años, hasta el 20 de septiembre de 1968, llevaría las marcas visibles de la Pasión de Cristo que revivía todos los días.
En ese momento había comenzado una de las misiones del Padre Pío: hacer visible la cruz de Jesucristo, iluminar a las almas sobre la realidad del sacrificio renovado en el altar y recordar a los sacerdotes y fieles la vocación del sacerdote como víctima: "A menos que el grano de trigo muera, no dará frutos". "Practicad lo que habéis oído y visto en mí."
Nacido el 25 de mayo de 1887, en el seno de una familia de campesinos, el pequeño Francesco Forgione fue el cuarto de siete hijos. Sus padres llevaban una vida muy sencilla y vivían en una casa pobre de Pietrelcina. Eran cristianos firmes y buenos trabajadores.
La iglesia parroquial está dedicada a San Pío I, papa y mártir, y fue en su honor que el joven capuchino eligió el nombre de Fray Pío.
Ya desde niño, Francesco fue favorecido con visiones y fenómenos extraordinarios. Desde sus primeros años, y hasta el final de su vida, el Padre Pío vivió acostumbrado a recibir visitas de ángeles, apariciones marianas y... a estar sujeto a la violencia diabólica. El niño creía que todos los demás chicos de su edad experimentaban las mismas cosas.
Pero tengan cuidado, queridos lectores, pues es en este punto donde podría desvirtuarse la devoción al Padre Pío. Como explican los autores espirituales, los fenómenos extraordinarios no son sinónimo de santidad: algunas veces van de la mano con la santidad, pero debe hacerse una clara distinción. Si el Padre Pío es santo, no es debido a su don de bilocación u otros fenómenos excepcionales, sino a sus virtudes heroicas.
Y el pequeño Francesco practicó la virtud heroica desde el inicio. ¿Acaso su madre no lo encontró dormido en el suelo, con una piedra como almohada? Su piedad era sólida, su obediencia absoluta, su diligencia en sus estudios y deberes más que admirable, y su amistad ejemplar.
Cuando tenía 15 años, una extraña visión le reveló implícitamente su futuro: un ángel lo invitó a luchar contra un gigante mucho más fuerte que él. Sin quererlo, el joven adolescente luchó y ganó. Con esta conmemoración divina de David y Goliat, la Providencia anunció a Francesco la violencia de las futuras batallas.
Algunas semanas después, el 22 de enero de 1903, cuando tenía 15 años, ingresó al noviciado Capuchino de Morcone, y tomó el nombre de Fray Pío de Pietrelcina.
Su madre estaba presente, pero su padre se encontraba en los Estados Unidos, trabajando para pagar los estudios de sus hijos. Durante siete años en total (primero 3 y luego 4), su admirable padre se separó de su no menos admirable esposa y de sus queridos hijos para poder mantenerlos.
Los estudios del joven novicio continuaron hasta 1909. El joven monje demostró ser serio, estudioso y correcto, pero no demasiado inteligente. Hacia el término de sus estudios, ascendió rápidamente los escalones del santuario; luego de recibir las primeras órdenes menores en 1908, fue ordenado diácono al año siguiente, en julio de 1909.
Pero los problemas de salud pusieron a prueba al joven monje, quien tuvo que interrumpir sus estudios, e incluso la vida conventual, y recibió la orden de ir a descansar a su casa familiar en Pietrelcina. Este descanso temporal se prolongaría... siete años. A pesar de esta dificultad, fue ordenado sacerdote en la catedral de Benevento, el 10 de agosto de 1910, y celebró su primera Misa en Pietrelcina el 14 de agosto.
Separado de los demás capuchinos, y presa de terribles pruebas interiores, mantuvo correspondencia regular durante este período con el Padre Agostino, su director espiritual, quien le aconsejó escribir sobre su lucha interna y las extraordinarias gracias que había recibido.
Uno de sus superiores tenía planeado enviarlo a vivir como sacerdote secular, pero le ordenaron regresar al convento en 1911. El demonio estaba furioso, y atacaba y golpeaba al joven místico tan violentamente que el custodio del convento, movido por una inspiración muy franciscana, ordenó al Padre Pío que pidiera la gracia de ser atormenado... en silencio a partir de ese momento. Esa misma noche recibió esta gracia, para la gran alegría de los capuchinos, que estaban un poco cansados del ruido, y los habitantes del pueblo que empezaban a preocuparse.
Pero la débil salud del Padre Pío pronto lo obligó a regresar a Pietrelcina. Los médicos no podían encontrar un diagnóstico. Uno de ellos incluso llegó a decirle que no le quedaba más que una semana de vida.
El monje dejó Pietrelcina para dirigirse nuevamente a Foggia, donde el clima no le sentó bien en absoluto. El 28 de julio de 1916, le sugirieron ir a San Giovanni Rotondo para descansar algunas semanas, pero permaneció en ese lugar hasta su muerte...
Con la poca salud que le quedaba, seguía estando enlistado en el ejército, hasta que analizaron su caso más detenidamente. Hay una fotografía de esta época del fraile capuchino como recluta, portando su uniforme y sosteniendo una pistola; jamás había disparado un arma y se ve un poco fuera de lugar en la imagen. Fue durante este período que se bilocó por primera vez. Los italianos acababan de ser derrotados en Caporetto, el 24 de octubre de 1917, y el comandante en jefe, el General Cardonna, había decidido suicidarse; cuando levantaba su arma, un monje capuchino entró en su oficina y lo persuadió para que cambiara de parecer. El general lo hizo, y le dio las gracias al buen sacerdote acompañándolo a la puerta. Inmediatamente preguntó a sus subordinados quién era el sacerdote al que habían dejado entrar. El general sólo lo reconoció en una fotografía, muchos años después.
Tras su regreso al convento, luego de su estancia en el ejército, el Padre Pío recibió la gracia de una herida de amor, el 30 de mayo de 1918. El 5 de agosto, recibió una transverberación, y el día 20 de septiembre, los estigmas, acompañados de dolor intenso. Pero no era esto lo que le provocaba más dolor, como nos lo dicen las palabras que escribió al Padre Agostino, su director espiritual, "en comparación con lo que sufro en mi carne, los combates espirituales que padezco son mucho peores (...); vivo en una noche perpetua... Todo me preocupa, y no sé si estoy haciendo bien o mal. Sé que no se trata de escrúpulos, pero la duda que siento sobre si lo que hago agrada a Dios me destroza."
Inicialmente, el Padre Pío intentó curar sus heridas, pero fue inútil. Trató de ocultarlas, pero era imposible. Y así fue como comenzaron las peregrinaciones a San Giovanni Rotondo.
De 1918 a 1921, el apostolado del sacerdote aumentó, y los médicos que habían analizado sus heridas estaban convencidos de su naturaleza inexplicable. El Papa Benedicto XV incluso llegó a decir: "el Padre Pío es uno de esos hombres que Dios envía a la tierra de vez en cuando para convertir a las naciones."
El año 1921 cambió el curso de los eventos. Una conspiración eclesiástica de sacerdotes corruptos que cohabitaban con mujeres, y que era presidida por un obispo que practicaba la simonía, tuvo grandes repercusiones en Roma. El obispo de Manfredonia, la diócesis a la que pertenece el convento de San Giovanni Rotondo, incluso afirmó haber visto al Padre Pío poniéndose perfume y talco, y ¡vertiendo ácido nítrico sobre sus heridas para profundizar los estigmas! Y los cánones de San Giovanni Rotondo, al menos algunos de ellos, murmuraban sobre las jugosas ganancias que los capuchinos estaban percibiendo con sus "estigmas". Lo peor de todo es que fueron tomados en serio.
Preocupada por estas acusaciones eclesiásticas y revelaciones canónicas, Roma empezó a desconfiar de los capuchinos. Así fue como inició un período difícil para el Padre Pío, cuando el apostolado que le había sido confiado le fue retirado poco a poco. Incluso se llegó a hablar sobre la posibilidad de transferirlo a otro convento. Esto fue suficiente para agitar a los lugareños, quienes estaban decididos a conservar y defender a su "santo". Una posible rebelión empezaba a gestarse. Creyendo que tendría que abandonar su pequeño pueblo encaramado en el promontorio de Gargano, el Padre Pío escribió esta conmovedora carta, cuyas palabras finales fueron grabadas en la cripta donde estaba enterrado.
"Siempre recordaré a este pueblo generoso en mis pobres y constantes oraciones, implorando para ellos paz y prosperidad; y como muestra de mi afecto, no pudiendo hacer otra cosa, expreso mi deseo de que mis huesos sean enterrados en un rincón tranquilo de esta tierra, siempre y cuando mis superiores no se opongan."
Un superior capuchino incluso llegó a considerar la idea de sacar a escondidas al Padre Pío dentro de un gran barril en una carreta. Siendo obediente, pero no servil ni tonto, el Padre Custodio se negó a esta farsa.
Las pruebas siguieron cayendo sobre el pobre sacerdote. El 23 de marzo de 1931, el Santo Oficio le prohibió todo ministerio y cualquier tipo de celebración pública de la Misa, así como tener contacto con los capuchinos fuera de su convento. Después de mantener una actitud estoica cuando descubrió en el refectorio la carta que sus hermanos le habían ocultado por discreción, rompió en llanto al llegar a su celda. Un buen hermano que había sido testigo de la escena sintió pena por él, pero el Padre Pío le dio una respuesta digna de la dada a las santas mujeres de Jerusalén: no lloraba por él, sino por las almas que quedarían privadas de las gracias de conversión.
En 1933, comenzaron a levantar las sanciones contra él. El Padre Pío reanudó su ministerio, especialmente en el confesionario, donde solía pasar hasta 10 horas diarias.
Así transcurrieron en paz varios años. En 1940, el Padre Pío, tan enfermo como nunca lo había estado, lanzó el proyecto de lo que sería la Casa Sollievo della Sofferanza, un gran hospital con equipo moderno y doctores eminentes. Como sucede con todas las empresas providenciales, no faltaron los obstáculos, pero el hospital se inauguró en mayo de 1956, y sigue existiendo hasta el día de hoy.
Al mismo tiempo, el Padre Pío creó grupos de oración a lo largo del mundo, gracias, especialmente, a sus hijos e hijas espirituales, para pedir por los masones, los estafadores, un famoso tenor (Gigli) y las mujeres de poca virtud.
Pío XII solía confiarle distintas intenciones de oración, pero su muerte en 1957 abrió un nuevo y doloroso capítulo en la vida del capuchino. Algunos de sus hermanos de alto rango demostraron un interés nada religioso por las enormes cantidades de dinero que pasaban por sus manos. Querían el dinero para ellos. Se formó una conspiración "fraternal" apoyada por las autoridades de la Orden; incluso se atrevieron a colocar micrófonos en la celda y confesionario del Padre Pío. Finalmente, se descubrió todo el asunto - el sacerdote se quejó con algunos de sus amigos - y los hermanos culpables de esta vigilancia nada evangélica fueron relevados de sus funciones y enviados a otros conventos.
El fin de su vida fue más pacífico, aunque nunca dejó de dedicarla al ministerio absorbente de las almas.
Vale la pena hacer mención de dos eventos ocurridos en los últimos meses de su vida. La Nueva Misa, promulgada en 1968, fue precedida por Misas normativas. El Padre Pío pidió permiso para seguir oficiando la Misa de siempre, permiso que le fue concedido.
Durante ese mismo año, 1968, se promulgó la encíclica de Paulo VI sobre el control de la natalidad. El Padre Pío, con sólo dos meses de vida, y en la cumbre de su vida mística, envió una carta al papa para agradecerle por esta encíclica que generó tanta controversia.
Este segundo Cura de Ars presentía que su final se aproximaba. En la noche del 20 al 21 de septiembre de 1968, exactamente cincuenta años después del día en que aparecieron, sus estigmas desaparecieron: la piel de sus manos recuperó su suavidad y limpieza, sin dejar rastro alguno de cicatrices. La eternidad se acercaba, y en la noche del 22 al 23 de septiembre, el Padre Pío se reunió con su Creador.

Epílogo: Monseñor Lefebvre y el Padre Pío
A finales del verano de 1967, durante un viaje a Italia, Monseñor Lefebvre acudió a San Giovanni Rotondo. El encuentro fue breve. Monseñor Lefebvre pidió al Padre Pío su bendición para el próximo Capítulo de los Padres del Espíritu Santo. El humilde capuchino se negó, respondiendo que Monseñor Lefebvre debía ser quien lo bendijera a él. Un ejemplo de cortesía entre santos.
Estos dos grandes hombres de Iglesia eran muy distintos. Uno era sacerdote, el otro obispo; uno experimentó incontables fenómenos extraordinarios, el otro sólo dejó el recuerdo enigmático de un misterioso sueño en Dakar.
Y, sin embargo, ambos ofrecen similitudes importantes.
Ambos sufrieron por la Iglesia a través de la Iglesia.
Ambos sufrieron persecuciones a manos de las autoridades, aunque éstas hayan sido por razones muy distintas y sus reacciones hayan sido diferentes.
La persecución del Padre Pío fue personal, inspirada por la envidia de los sacerdotes seculares disolutos y la avaricia de algunos capuchinos. Estas persecuciones ocasionaron castigos injustos que el Padre Pío aceptó con obediencia heroica.
El caso de Monseñor Lefebvre fue distinto. Las persecuciones fueron originadas porque estaba decidido a conservar la fe y la Misa de siempre, y por su negación a aceptar los errores conciliares y la nueva liturgia. Estas persecuciones fueron presididas por motivos de fe, que iban más allá de una cuestión disciplinaria o de su propia persona. Por tanto, Monseñor Lefebvre decidió desobedecer estas órdenes por un motivo superior a la obediencia meramente formal. Su fe fue heroica, mientras que su obediencia sólo hubiera sido servilismo cómodo y prudencia terrenal.
Otra similitud es su comprensión profunda del santo sacrificio de la Misa. Ambos, uno por su modo tan místico de celebrar la Misa como el camino al Calvario, y el otro por su espiritualidad centrada en el Santo Sacrificio, recordaron incesantemente la naturaleza expiatoria y sacrificial de la Misa que la nueva liturgia se encargó de ocultar. Ambos, uno mediante una vida de sacrificio, y el otro por su apostolado por el sacerdocio, recordaron el papel central del sacerdote en la obra de la Redención.
Padre François-Marie Chautard, FSSPX
Fuentes: Le Chardonnet n° 340 de juillet-août-septembre 2018