¿Por qué juntamos las manos al rezar?

Fuente: Distrito de México

Desde la primera y más hermosa “clase de religión” sobre la falda de nuestras madres, sabemos que al rezar se juntan las manos: una sobre la otra, o bien una entrelazada con la otra. En verdad, no es tampoco cosa tan evidente. Precisamente, durante la Santa Misa, podemos observar que el sacerdote obra de distinta manera, él extiende sus manos. Entonces, ¿por qué las juntamos nosotros? 

Y desde nuestras primeras visitas a la iglesia en nuestra niñez estamos acostumbrado a juntar las manos de este modo; también durante las funciones litúrgicas. Sin embargo, aunque desde entonces lo hacíamos mil y millares de veces, y todavía lo hacemos diariamente al rezar por la mañana y por la noche, antes y después de comer y los domingos en la iglesia, seguramente que nunca hemos reflexionado sobre el porqué de tal práctica.

Los pueblos germanos que fueron los primeros en adoptar esta actitud y de donde se fue introduciendo a toda la Iglesia, deben haber pensado algo al hacerlo.

Creo que debemos grabar en nuestros corazones una ley fundamental, sin la cual ninguna oración ni culto divino puede subsistir, el hombre que quiere rezar o participar en el culto divino debe primero recogerse y llegar a un reposo interior. Las manos son símbolo de nuestro trabajo humano y, por consiguiente, de nuestra inquietud humana que nos impulsa continuamente y nos hace correr de acá para allá, desde la mañana hasta la noche. Quien junta las manos, quiere expresar: ahora viene el reposo, ahora todo debe silenciarse, el ruido del trabajo, del estudio y el ruido de los pensamientos.

Muchas veces hemos experimentado está ley fundamental en nuestra propia persona. La mamá que todavía, durante la bendición de la mesa se queda sacando alguna cosa del armario, o bien revolviendo la comida, “reza” sólo con los labios, mientras que el corazón está en otra cosa. O si a la mañana del domingo nos hemos levantado con el “pie izquierdo” y los pensamientos están en plena revolución, notamos que nuestro rezo durante la Misa dominical es tan pobre, tan sin pie ni cabeza y a cada rato nos sorprende ver que nuestro corazón está como de paseo, lejos de lo que pronuncian nuestros labios.

¿Acaso no se refirió Nuestro Señor a ese reposo interior antes de la oración cuando decía: “Cuando quieras orar entra en tu aposento, corre el cerrojo de la puerta” (Mt. 6,6)? “Cerrar la puerta”, ¿no te das cuenta de que es esto lo que quiere decir juntar las manos entrelazando firmemente dedos entre dedos? ¿No es acaso como si quisiéramos cerrar y atrancar todo nuestro ser, a fin de que nada nos moleste ni nos distraiga cuando nos disponemos a conversar con el Dios de nuestro corazón, al asistir con toda nuestra alma al Santo Sacrificio de la Redención? Para ello ha de hacerse silencio en torno nuestro y dentro de nostros, a fin de poder percibir la voz de nuestro Señor.

Ésta no hace ruido en las calles, sino que es silenciosa como el crecer de las flores o el “caminar” de las estrellas. Ahora bien, el juntar las manos para la oración o durante la Misa, dedo junto a dedo, significa todavía otra cosa, fuera de la ley fundamental del descanso, recogimiento y silencio. Hay una nota de misterio, solemnidad y nobleza en el cuadro de las manos juntas y elevadas en oración al cielo; ya sean las manitos de un niño que pronuncia su oración de la noche o las manos maduras y nobles de un hombre.

¿Sabemos de dónde viene esta nota?... La antigua idea de este gesto significaba que se quería poner las manos juntas, por así decirlo, en las manos de Dios en señal de entrega. Ciertamente, la nobleza más alta que posee el hombre es la entrega total y confiada en las manos paternales de Dios. En esta actitud se arrodillaba antiguamente el vasallo delante de su señor feudal; así lo hace todavía hoy día el nuevo sacerdote al final de su ordenación, al tener sus propias manos juntas puestas dentro de las manos del obispo, como si quisiera decir: Condúceme adonde quieras, yo te seguiré.

Las manos juntas hablan aquí de una segunda ley fundamental sin la cual ninguna oración ni culto divino podrán existir. Quien reza debe darse en las manos divinas; no debe querer imponer su propia voluntad, sino que debe decir: “Condúceme adonde quieras, yo te seguiré, porque eres mi Padre”. Quien reza extiende hacia Dios sus manos juntas y las coloca dentro de sus manos eternas y paternales. Por eso juntamos las manos al rezar y al asistir a la Santa Misa, porque toda oración y todo culto divino están bajo una doble ley, a saber, la del descanso del trabajo, el recogimiento y el silencio, y la de la entrega en las manos paternales de Dios, según las palabras de un antiguo canto religioso: “Toma mis manos y condúceme”.