Santa Margarita María de Alacoque - 17 de octubre
Antes del nacimiento de santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), hubo en la Iglesia muchas almas devotas del Sagrado Corazón, pero las maravillosas revelaciones dadas a esta gran santa fueron las que determinaron a la autoridad eclesiástica a promover y reglamentar el culto al Sagrado Corazón.
En 1639 Claudio Alacoque, notario real y juez ordinario de la señoría de Terreau, se casó con Filiberta Lamyn, hija de Francisco Lamyn, notario real de San Pedro el Viejo, cerca de Macón. Ocho años más tarde, el 22 de julio de 1647, nacía Margarita, quinto vástago de aquel matrimonio. Claudio vivía en la ciudad de Lauthecourt, en la actual diócesis de Autún. La casa está habitada hoy día por las Hermanas de San Francisco de Asís de Lyon y la habitación en que nació la santa es la actual capilla.
La niña fue bautizada el 25 de julio con el nombre de Margarita. Fue padrino Antonio Alacoque, cura de Verosvres, primo hermano del padre de la niña; y madrina, Margarita de Saint-Amour, esposa de Claudio de Fautrieres, señor de Corcheval y diputado por la Nobleza en los estados de Charolais.
La madrina, que profesaba gran cariño a su ahijada, se la llevó al castillo de Corcheval, donde la tuvo tres años (1652-1655). El horror de todo pecado y una inconsciente inclinación a la pureza de alma se manifestaron muy pronto en Margarita, en forma tal que años más tarde escribió ella misma hablando de este período de su vida: «Sin saber cómo ni por qué, me sentía continuamente como obligada a repetir estas palabras: «Dios mío, os consagro mi pureza y os hago voto de perpetua castidad». Tenía ocho años cuando perdió a su padre. Su madre púsola entonces interna con las monjas Clarisas Urbanistas de Charolles.
PRIMEROS SUFRIMIENTOS
Como estaba ya admirablemente instruida en las verdades de la religión, le permitieron recibir la primera comunión a los nueve años. «Después de esta comunión —escribe—, sentí tal amargor en todas las diversiones que, aunque las buscaba con pueril ansiedad, ya nunca pude encontrar en ellas gusto ni placer».
Inteligente y buena en sumo grado, pronto se ganó las simpatías y la amistad de la comunidad. Su candor infantil, santificado por la gracia, la impulsaba a la imitación de los actos de virtud que presenciaba, y en su sencillez, imaginándose que basta meterse en un convento para ser santa, soñaba con quedarse para siempre con las Clarisas de Charolles. Pero Jesús había dispuesto las cosas de otra manera.
Principió por iniciarla en el misterio del sufrimiento. Una enfermedad —reumatismo o parálisis— la acometió en 1657, y durante cuatro años la retuvo en un lecho de dolor. «Los huesos —dice— me perforaban la piel por todas partes». La enfermita tuvo que volver a la casa materna. Para verse libre de la enfermedad, hizo una promesa a la Santísima Virgen: «Sería una de sus hijas si recobraba la salud». Durante estos años de sufrimiento, la Virgen ocupó en el alma de la niña un lugar especialísimo.
Acercábase la hora en que la Divina Auxiliadora debía proteger de manera singularísima a su devota hija. Por aquella época, Margarita sufrió una crisis moral. La alegría de haber recobrado la salud, por una parte, y, por otra, su ardiente temperamento, la impulsaban a darse «buena vida». Sin preocuparse de cumplir las promesas hechas durante la enfermedad, volvió al regazo materno, ansiosa de gozar las ternuras del hogar. Pero la Providencia, que la predestinaba para ser una gran santa, permitió que cayeran sobre el corazón de la joven penas mucho más fuertes y punzantes que las padecidas hasta entonces.
La señora viuda de Alacoque, incapaz de llevar los asuntos de la familia, delegó su autoridad y la dirección de la casa en miembros de la familia de su difunto marido; a saber, en su suegra, en sus cuñados, en una tía paterna y hasta en una antigua y perversa criada, los cuales, juntos y por separado, hicieron sufrir a Margarita la más cruel e insoportable tiranía. Bastaba que se alejara para ir a la iglesia de Verosvres, distante apenas ochocientos metros de la casa materna, para que se le echase en cara tal proceder con malévolas sospechas; y hubiera permanecido sin comer días enteros si algunas pobres y generosas almas del pueblo no le hubiesen dado por compasión y al anochecer un poco de leche o fruta. Apenas osaba la joven alargar la mano para tomar un pedazo de pan de su propia mesa. Y aun tendrá más tarde el heroísmo de llamar a estas terribles «furias», «bienhechoras de su alma». Por una gracia especialísima, Jesús le dio a entender la felicidad que nos puede traer el sufrimiento, y Margarita lo saboreó a placer, llegando hasta a privarse del consuelo de manifestar tales penas a su madre.
LAS GRANDES REVELACIONES (1673-1675)
La Superiora del convento, para informarse mejor, ordenó a Margarita en el mes de mayo de 1673 que escribiese cuanto pasaba en su interior. Por las copias de estas notas, sabemos que durante el primer año de vida religiosa de la obediente profesa de la Visitación, Jesucristo la había escogido ante todo como víctima expiatoria.
El Corazón de Jesús se le manifestó poco a poco. Del año 1672 al 1673 se realiza la preparación lenta a las visiones espirituales. En esta época le parece oír una voz que le dice: «Mira las ofensas y heridas que he recibido de mi pueblo escogido»; y Jesús pronuncia estas palabras con acento severo. A partir de este momento, las intervenciones sobrenaturales se concretan y precisan más y más, y la humilde hermana de la Visitación, hasta entonces reacia para admitirlas y creerlas, sométese a ellas con plena fe.
El 4 de octubre de 1673, mostróle el Señor a San Francisco de Asís «en un trono de gloria superior al de los demás santos», por lo mucho que se asemejó en la vida de sufrimiento a Nuestro Divino Salvador, siendo en recompensa uno de los más queridos y favorecidos de su Sagrado Corazón.
En el siguiente mes de diciembre, probablemente el día 27, fiesta del Discípulo amado, apareciósele Jesús, y le dijo: «Mi divino Corazón está tan inflamado de amor por los hombres, y particularmente por ti, que, no pudiendo contener en Sí mismo las llamas de su ardiente caridad, desea repartirlas sirviéndose de ti». «Después —añade la Santa— me pidió mi corazón y le colocó en el suyo adorable, donde lo vi como un átomo consumiéndose en ardiente horno».
En esta ocasión, oyó al Divino Maestro llamarla «Discípula queridísima de su Sagrado Corazón». Desde este día hasta el fin de su vida, sufrió un vivo dolor de costado. Después de este primer éxtasis no encontraba gusto en la conversación, y sólo a fuerza de violentos y extraordinarios esfuerzos conseguía fijar la atención en los actos que, como religiosa salesa, tenía obligación de cumplir. Exhausta de fuerzas y devorada por continua fiebre, la Hermana Margarita María se vio obligada a guardar cama.
Al notificar a la Madre de Saumaise estas revelaciones y la recomendación que el Salvador le hiciera de comulgar todos los primeros viernes de mes, replicóle la superiora con «cerrado desdén» como para humillarla. Mas no la abandonó Jesús y, para consolarla, prometió enviarle muy pronto un «siervo suyo». Este elegido del cielo fue el Beato Claudio de la Colombière, superior del colegio de Gray, dirigido por los beneméritos Padres de la Compañía de Jesús, hombre de eminente virtud y de gran discernimiento en la dirección de las almas, quien llegó a Paray-le-Monial en el año 1675, en calidad de superior de la residencia de los Padres. Poco tiempo después, visitó el monasterio para predicar unos ejercicios espirituales. Confortó a la confidente del Sagrado Corazón y reanimó su confianza; por otra parte, las palabras que salieron de sus labios autorizados acreditaron ante la comunidad a la Hermana Margarita María.
Uno de los días de la octava de Corpus —junio de 1675—, mientras adoraba al Santísimo Sacramento, Nuestro Señor le descubrió su Divino Corazón diciéndole: «Mira este Corazón que tanto ha amado a los hombres y que todo ha perdonado hasta consumirse y agotarse para demostrarles su amor; y en cambio, no recibe de la mayoría más que ingratitudes, por sus irreverencias, sacrilegios y desacatos en este sacramento de amor. Pero lo que me es todavía más sensible, es que obren así hasta los corazones que de manera especial se han consagrado a Mí. Por eso te pido que el primer viernes después de la octava del Corpus se celebre una fiesta particular para honrar mi Corazón, comulgando en dicho día, y reparando las ofensas que he recibido en el augusto sacramento del altar. Te prometo que mi Corazón derramará en abundancia las bendiciones de su divino amor sobre cuantos le tributen este homenaje y trabajen en propagar dicha práctica».
CARÁCTER DE LA SANTA — SU MUERTE
Para comprender bien la verdadera personalidad de Santa Margarita María, conviene que insistamos en algo acerca de su vida «externa».
En efecto, era una religiosa inteligente, flexible, buena para todo y apta para desempeñar cualquier cargo o empleo. Viósela sucesivamente ayudar en la enfermería, dedicada a la educación de las internas, maestra de novicias (1685-1687), enfermera de nuevo y también, por segunda vez, con las pensionistas; asistente (mayo de 1687), y propuesta para superiora en el año 1690. Pidió al Corazón de Jesús le librara de este último cargo, pero en todo lo demás procuró ajustarse a la máxima de San Francisco de Sales: «No pedir nada; no negarse a nada».
Las enfermedades, tan frecuentes como largas, que la aquejaron, extenuáronla de forma tal que a los cuarenta y tres años estaba completamente achacosa. «No viviré mucho más —decía en 1690—, pues ya no sufro». El 8 de octubre vióse acometida por una ligera fiebre. Al día siguiente principiaban los ejercicios espirituales, y la Hermana enfermera le preguntó si, a pesar de la dolencia, se sentía con fuerzas para recogerse en la soledad: «Sí —respondió—, pero va a ser en la soledad más profunda». Al día siguiente, en efecto, mientras el sacerdote le administraba la Extremaunción, la amada del Corazón de Jesús expiró dulcemente, pronunciando el nombre de Jesús.