Sermón de Monseñor Lefebvre en la fiesta de la Asunción de la Virgen, año 1975

Fuente: Distrito de México

Celebramos hoy el vigésimo quinto aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción de María Santísima por nuestro Santo Padre el Papa Pío XII. Era el día 1 de noviembre de 1950. Pero ¿acaso fue ese 1 de noviembre, cuando la Santa Iglesia de Dios oyó hablar de la Asunción de María Santísima por primera vez?

Por supuesto que no. Basta leer las Actas en las que el Papa Pío XII proclamó la Asunción de la Santísima Virgen para ver que, desde los primeros tiempos de la Iglesia, ya se profesaba en todas partes la fe en la Asunción de María Santísima; sólo que aún no había sido definida solemnemente por la Santa Iglesia.

Al creer en la Asunción de María Santísima, en la glorificación que Dios otorgó al cuerpo de la Santísima Virgen María, nos estamos uniendo a la fe de la Iglesia de todos los tiempos. En efecto, estos dogmas no pueden ser verdades nuevas, ya que toda la Revelación se cerró con la muerte del último apóstol. A ese momento hay que referirse entonces para encontrar en el fondo de la Tradición la Revelación que los Apóstoles nos legaron, y ver las verdades que debemos creer hoy. Ningún Papa puede inventar una verdad nueva en materia de fe. Sólo puede indagar esta verdad en los siglos precedentes, lo cual significa que esta verdad ya estaba implícitamente contenida en la Revelación y en la fe que los apóstoles nos predicaron. Tal es la enseñanza de la Iglesia. 

1º La Asunción de María nos inculca la vida sobrenatural para la que hemos sido creados

Hay en este dogma de la Asunción de María Santísima una verdad muy preciosa y útil en nuestro tiempo, un tiempo en que se pretende negar todo el mundo sobrenatural. En nuestros catecismos aprendimos que Dios no sólo quiso darnos una naturaleza humana, sino que además quiso convertirnos en hijos suyos, partícipes de su naturaleza divina y, por lo tanto, capaces de conocer a Dios, y de amar a Dios y al prójimo, de manera infinitamente más elevada que si hubiéramos tenido sólo el estado natural. Dios nos llamó a ser sus hijos, cuando deberíamos haber sido sus siervos.

Normalmente, si sólo hubiéramos gozado de nuestra naturaleza, nunca habríamos conocido a Dios directamente. Nuestro único conocimiento de Él habría sido indirecto, a través de las criaturas, rastreando la causa a partir de los efectos. Todas las cosas que nos rodean nos habrían llevado entonces a pensar que hay un Ser extraordinariamente poderoso, que sólo puede ser Dios, y que ha hecho estas cosas por su omnipotencia. Y ahí nos habríamos detenido.

Dios quería mucho más que eso, quería que entráramos en su intimidad. Por eso decidió concedernos una gracia extraordinaria, que jamás hubiésemos podido exigir de Él, y ante la cual podríamos sentirnos tentados de decir: ¿Por qué amarnos tanto? Que nos deje Dios en nuestra pobre naturaleza humana. Pues la gracia, que nos hace entrar en la naturaleza misma de Dios, y estar tan cerca de Dios, nos asigna deberes más importantes, y cambia radicalmente nuestra vida interior.

Desde un comienzo la cambia tan pronto como recibimos el Bautismo, que borra de nuestras almas el pecado original, y derrama en ellas esta gracia de filiación divina, convirtiéndonos en hijos adoptivos, en hijos privilegiados, de Dios. Y hoy, esta fiesta de la Asunción nos muestra la coronación de la obra de Dios. Al igual de como lo hizo con la Santísima Virgen, Dios quiere glorificar nuestros propios cuerpos, haciendo que nuestros cuerpos sean en cierto modo espirituales, y dándonos todas las alegrías del espíritu, las alegrías de nuestra filiación divina.

¿Y cómo esta vida sobrenatural, con la filiación divina que nos concede, cambia nuestra vida diaria? Ante todo, porque ya no debemos ver las cosas como las veríamos de haber tenido sólo nuestra naturaleza humana. Estamos llamados a vivir en Dios, a conocerlo directamente. Tenemos ya dentro de nosotros, por la gracia santificante, por esa vida divina que ya está en nosotros, a Aquel que creó todas las cosas, y que infunde en nuestros corazones el deseo de Dios, la aspiración de amar a Dios y de estar con Él. 

Esta gracia es la que ha suscitado a lo largo de los siglos, ya desde el comienzo de la era cristiana, una gran multitud de almas que se sienten atraídas por Dios, por el deseo de conocer y de vivir con Dios, y que para ello se han retirado al desierto, a los conventos, a los monasterios, a la vida religiosa, y aun a la vida secular, y se han entregado completamente a Él. ¡Cuántas familias cristianas vivieron por Dios, orando –por así decir– de la mañana a la noche, rezando cada día la oración familiar, cultivando la devoción a María Santísima, viviendo su vida cristiana y, por lo tanto, teniendo un cierto desprecio por las cosas creadas! 

2º Hoy se desestima, incluso dentro de la Iglesia, todo este orden sobrenatural de la gracia

Pero hoy, aquellos mismos que en la Iglesia deberían continuar enseñándonos estas cosas, y mostrarnos como modelos a los que se separaron de las cosas de este mundo para entregarse a Dios, nos reprochan esto mismo, en vez de exaltar los hogares cristianos en que aún se reza, las familias en que se aprecia y se desea la idea de una vocación sacerdotal o religiosa, para que de alguna manera toda la familia pueda verse consagrada a Dios. Es la gracia sobrenatural, es la filiación divina que está en sus corazones, la que les hacer desear esto: que la familia sea totalmente de Dios; que nada en la familia sea un escándalo que la aleje de Dios. 

Y no sólo se desestima hoy la vida cristiana en el hogar, sino también la vida religiosa, y se nos remacha una y otra vez el aprecio que hemos de tener por los bienes de este mundo, por la ciencia, por los valores humanos, y que no hemos de privar nuestros sentidos de sus satisfacciones naturales. Todo esto es falso, todo esto radica en el desprecio de lo sobrenatural y en la negación de lo que vino a traernos Nuestro Señor Jesucristo.

¿Para qué vino Nuestro Señor Jesucristo? ¿Por qué se encarnó? ¿Por qué murió en la Cruz? «Propter nos et propter nostram salutem»: por nosotros y por nuestra salvación; para darnos la gracia que habíamos perdido, para devolvernos la filiación divina. El Hijo único de Dios, el «Primogénito de todas las criaturas», quiso merecernos por su Sangre la comunicación de su vida divina. Él es quien nos ha hecho así partícipes de la naturaleza divina. Y con su ejemplo, nos ha enseñado a despreciar las cosas de este mundo, porque estamos llamados a una vida infinitamente superior. Por eso mismo, si somos conscientes de ello, debemos, como en los siglos de cristianismo, despreciar las cosas de este mundo, los bienes de este cuerpo, los bienes de nuestros sentidos. 

Esta ha sido la espiritualidad de la vida cristiana durante los siglos que nos han precedido; y el ejemplo de todas aquellas personas que se retiraron del mundo, para encerrarse de por vida en un monasterio, fue admirable y fue un estímulo para la cristiandad. Pero ¿qué podemos ver hoy? Todos esos conventos desiertos, rotas las rejas de los monasterios, Clarisas, Carmelitas, que tenían una clausura muy estricta para estar con Dios, tomar conciencia de su filiación divina y vivir ya desde esta tierra la misma vida del Cielo. Se habían refugiado lejos del mundo y de sus placeres, para vivir la vida que habían recibido por su Bautismo, fortalecido por la Confirmación, mantenido por la Sagrada Eucaristía y la Penitencia. A estas monjas de clausura se les pidió que salieran al mundo, y lo que pasó es que también Nuestro Señor salió, y por eso ya no hay vocaciones, ya no hay vida contemplativa.

¿Qué atraerá a las almas a esta vida contemplativa, si ya no hablamos de esta vida de Dios que tenemos dentro de nosotros? ¿Qué estimulará a los hogares cristianos a llevar una vida cristiana, si ya no se dice que los fieles, a través del matrimonio, han recibido una gracia especial para hacer de sus familias un santuario cristiano, un hogar donde Dios es honrado, donde María Santísima es amada, donde el Crucifijo tiene un lugar de honor, donde el hogar es el reino privilegiado de Jesús y María?

Esto es lo que aprendemos hoy del misterio de la Asunción de María Santísima, que será la coronación suprema también para nosotros. Eso es lo que tenemos que esperar. Esa es la gran virtud de la esperanza. Pero es precisamente esta virtud de la esperanza la que está desapareciendo, porque se pone toda la esperanza aquí en la tierra. El progreso social, la justicia social, el progreso material, la distribución de los bienes de este mundo, han pasado a ser los grandes temas de la predicación de hoy. Pero no es eso para lo que estamos hechos, para lo que Dios nos ha creado. 

Estamos hechos para ser hijos de Dios, y vivir eternamente con Dios. Para nada importa si en esta tierra hemos sido pobres o ricos; lo único que importa es el amor que le hemos tenido a Dios; si los pocos años que Dios nos concede en esta vida, los hemos vivido en su presencia, con esta esperanza puesta en el Cielo; si hemos transmitido a nuestros hijos esta esperanza del Cielo, estas realidades eternas. Esto es lo que Dios nos pedirá. 

Conclusión 

También vosotros, mis queridos amigos, que dentro de unos momentos vais a pronunciar el juramento antimodernista, observaréis que este juramento antimodernista, en casi todos sus artículos, es precisamente una profesión de fe en lo sobrenatural, contra aquellos que quieren destruir la gracia de Dios y desvanecer la realidad de nuestra filiación divina.

Al hacerlo, incluso destruyen su propia inteligencia. Afirman que la inteligencia no es capaz de conocer a Dios. Quienes desprecian la inteligencia divina que llevamos dentro de nosotros, esa participación en el conocimiento propio de Dios por la gracia, esa luz que Dios pone en nuestras mentes y en nuestros corazones, acaban perdiendo la razón, y dicen: Somos incapaces de conocer a Dios, por lo que estamos radical y definitivamente separados de Dios.

Así, pasan luego a despreciar todos los bienes que Nuestro Señor nos ha legado: la gracia divina, los Sacramentos, el Santo Sacrificio de la Misa. Niegan su Iglesia, su Sacrificio, sus Sacramentos; lo niegan todo. Para todos estos modernistas, a través de estos Sacramentos no se comunica ninguna gracia; todo se reduce a un estado natural. Pero negar todo lo que Nuestro Señor ha venido a hacer aquí en la tierra es blasfemo. Y de esto están llenos los catecismos modernos, que por eso son tan dañinos: porque terminan destruyendo toda la vida de la gracia, toda la vida divina, que es lo que tenemos de más precioso. 

Vosotros, al contrario, profesaréis vuestra fe en la gracia de Dios, en esta vida sobrenatural que Dios nos ha infundido y de la que nos ha hecho partícipes. Y esto en el día de la Asunción. No hay un día mejor que este para afirmar todos los beneficios que Dios nos ha otorgado, la gran caridad que Él ha manifestado hacia nosotros.

Pidamos hoy a María Santísima que nos haga comprender realmente lo que es nuestra vida sobrenatural, esta participación de la vida divina. Ella, que dio la vida humana a Jesús por la gracia del Espíritu Santo, es la primera en conocer en qué consiste esta participación de la vida divina. Dios la inundó de gracias espirituales, por las que Ella es capaz de hacernos comprender cuán hermoso, grande y dulce es estar unido a Nuestro Señor, conocer a Dios, vivir con Dios. Pidamos, pues, a la Santísima Virgen que nos comunique este deseo inmenso e insaciable, de todos los instantes de nuestra vida, de estar con Dios por toda la eternidad.