Sínodo, ¡Las puertas del infierno no prevalecerán!

Fuente: Distrito de México

Después de este Sínodo, quizá más que nunca en la historia de la Iglesia, tenemos que hacer un acto de fe ciega en la promesa de infalibilidad hecha a San Pedro: “¡Las puertas del infierno no prevalecerán!  (Non praevalebunt!)”

El Sínodo que acaba de tener lugar nos recuerda el momento en el que Nuestro Señor expiró en la Cruz. Los discípulos presentes y las santas mujeres debieron haber sido realmente tambaleados en su fe: “No, no es posible, Él no puede morir, Él que curó a tantos, Él que acaba de resucitar a Lázaro de entre los muertos. ¡Él no puede estar muerto! No es posible”. Pero era necesario someterse a la realidad: Nuestro Señor había realmente expirado. Es con la palidez de la muerte, que fue depositado en los brazos de su Madre, hundida en el dolor. “Dux vitae mortuus (El príncipe de la vida está muerto)”.

Eso es, un poco, lo que experimentamos después de ese documento del 24 de octubre de 2015 aprobado por el sucesor de Pedro. No, no es posible, un Papa no puede hacer eso. Nuestro Señor no puede permitir a los enemigos de la Iglesia ir tan lejos. ¿Qué hay entonces de la infalibilidad de la Iglesia prometida a Pedro?

“Sus adversarios han prevalecido, sus enemigos se han envalentonado porque Yahvé la ha afligido, a causa de la multitud de sus pecados; sus niños se fueron cautivos arreándolos el opresor. Y la hija de Sion perdió toda su gloria” (Lam I, 5-6).

Hemos llegado, si puede decirse, a la tarde del Viernes Santo de la Iglesia. No es más el abandono de los discípulos en el Huerto de los Olivos, al que podríamos comparar con el voto sobre la libertad religiosa de 1965, cuando el Papa y 2308 obispos se pusieron de acuerdo para quitar a Nuestro Señor de la esfera pública, para Destronarlo. También hemos sobrepasado las humillaciones de la mañana del Viernes Santo, en la que el hijo de Dios fue rebajado y puesto incluso al mismo nivel de un criminal notable; una humillación vivida de nuevo en todas las reuniones interreligiosas organizadas por el Vaticano desde Asís en 1986. Este Sínodo va aún más lejos, aunque el Papa Francisco no haga más que seguir la lógica de sus predecesores cuando dice querer reformar el papado.

“Pecaron nuestros padres, mas murieron, y llevamos sobre nosotros la pena de sus iniquidades. Somos dominados por esclavos y no hay quien nos libre de sus manos.” (Lam 5 , 7-8).

Con este Sínodo – y el Motu Proprio del 8 de septiembre de 2015, que simplifica las causas de anulación del matrimonio (un documento descrito por ciertos cardenales como la puerta al divorcio católico)– el Santo Padre:

  • Cede a los obispos locales una parte de su autoridad moral exclusiva.
  • Les permite “discernir”, así pues, posiblemente aprobar, justificar, abrir brechas legales al sexto mandamiento (no solamente en cuanto al divorcio o al adulterio, sino también en cuanto a los pecados contra la naturaleza) y, por consecuencia, brechas también al noveno, cuarto y quinto mandamientos.
  • Reemplaza la ley natural como fuente objetiva de moralidad por el simple “fuero interno”, es decir, por la simple conciencia personal. Ésta no tiene razón de ser formada, educada por la Iglesia, sino que actúa según un “caso por caso”. El profesor de Mattei compara esto, con justa razón, con el lenguaje de Dignitatis Humanae, pues la moral siempre sigue la doctrina: “no se trata de un derecho afirmativo al adulterio, sino de un derecho negativo a no ser impedido a cometerlo” (Corrispondenza Romana, 26 de octubre).
  • Permite la legalización de sacrilegios eucarísticos, autorizando a los obispos “a discernir” si los divorciados vueltos a casar, las personas que viven en concubinato o los homosexuales pueden ser admitidos a la santa comunión.

Como los discípulos, nosotros también estamos quebrantados, y decimos: ”No, no es posible…” Pero la Relatione Finale es muy real, está ahí, firmada por el Papa y por más de las dos terceras partes de los padres sinodales.

“¿Cuando el Hijo del Hombre venga, encontrará la fe sobre la tierra?” (Luc 18, 8). Esta pregunta de Nuestro Señor implica que algo trágico sucederá “sobre la tierra” que quebrantará la fe de un gran número de católicos. Evidentemente, cuando Nuestro Señor habla de la fe, Él habla de la “fe que actúa por la caridad” o, en otras palabras, de la virtud de la fe teologal en alguien que está en estado de gracia. No olvidemos nunca que cuando alguien pierde la gracia santificante por un solo pecado mortal, pierde la virtud teologal de la caridad, pero la fe y la esperanza permanecen, aunque muertos e incapaces de alcanzar la salvación.

El reciente Sínodo – una simple reunión consultativa desprovista de toda autoridad en la Iglesia – será ciertamente un paso importante para hacer perder la fe viva en muchos. Con la ignorancia terrible de la fe que uno observa actualmente, con la falta de claridad en la exposición de la enseñanza religiosa, sobre todo en lo que concierne a la cuestión de la infalibilidad, con prelados que discuten abiertamente la doctrina y la moral católicas, el simple fiel será fácilmente conducido a considerar este Sínodo como el Magisterio auténtico de la Iglesia. Más aún si las conferencias episcopales se alinean al texto final del Sínodo en todo lo que hay de explícito y todo lo que contiene implícitamente.

Dicho esto, ¡sursum corda! Si Nuestro Señor permitió que su gran amigo Lázaro muriera, fue para un bien mayor – la gloria de Su Padre – y para poner a prueba a sus amigos. He aquí la razón de nuestra esperanza. Nuestro Señor ama aún más a Su Esposa Mística, la Santa Iglesia.

“Entonces Martha dijo a Jesús: Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no hubiera muerto. Pero, yo sé que todo lo que pidieres a Dios, Dios te lo concederá”. Jesús le dijo: "Tu hermano resucitará". Martha repuso: "Sé que resucitará en la resurrección, en el último día". Replicóle Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida; aquel que crea en Mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que viva y crea en Mí, no morirá para siempre.  ¿Lo crees?” “Sí, Señor”, le dijo ella, “creo que eres el Cristo, el Hijo de Dios, que había de venir al mundo”. “Quiten la piedra”, dijo Jesús.  Entonces quitaron la piedra, y Jesús elevó los ojos y dijo: “Padre, te doy las gracias porque me has escuchado. Yo sé que me escuchas siempre, pero he dicho esto por la multitud que me rodea, a fin de que ellos crean que eres Tú el que me ha enviado” ( Jn 11, 21-42).

Nuestra Señora de Fátima, ¡ruega por nosotros!

Padre Daniel Couture, Superior del Distrito de Canadá.

Fuente: sspx.ca