Tres gracias especiales que nos alcanza la intercesión de San José

Fuente: Distrito de México

Toda la grandeza de San José le viene de las relaciones estrechísimas que tuvo, por la Providencia misma de Dios, con la Santísima Virgen y el Verbo encarnado: elegido para ser el esposo de la Madre de Dios, el custodio de su virginidad y de su fama, el guardián solícito del Hijo de Dios hecho hombre, el representante del Padre eterno a los ojos del divino Jesús. Y esta misma gloria y grandeza es la que ha hecho que la Iglesia lo reconociera como su Patrono universal: habiendo tenido bajo su guarda y tutela estas dos preciosísimas prendas, a él le incumbía tener ahora bajo su tutela a la Iglesia santa de Dios; habiendo sido el protector de Jesús en su persona, a él le tocaba velar por Jesús en su cuerpo místico.

La Iglesia acude especialmente a San José y a su Patrocinio en los momentos calamitosos que le toca vivir, y es muy comprensible: la acción de San José es más patente cuando ha de salvar la vida amenazada del Niño Jesús, cuando ha de librarlo de quien busca para matarlo. Por eso el papa León XIII pedía que la devoción a San José se difundiera cada vez más entre los fieles; y para ello lo proclamó solemnemente Patrón de la Iglesia Universal, en 1870, cuando la Iglesia entraba en la persecución desencadenada contra ella por todos los enemigos de Dios, y que aún continúa.

Muchas son las cosas que San José debe proteger, muchas las que nosotros debemos pedirle. Pero hay tres gracias que le están especialmente encomendadas, por tener una relación especial con la misión que él recibió en la Sagrada Familia; tres gracias que corresponden a tres bienes gravemente amenazados hoy, sobre todo en la juventud: 1º la castidad perfecta; 2º la vida interior; 3º la perseverancia final. Veámoslo.

1º La castidad perfecta

San José fue, incontestablemente, un ejemplo acabadísimo y perfectísimo de castidad. Si la Sagrada Escritura ensalza la castidad del antiguo patriarca José, por haber respetado a la mujer de su señor y haberse negado al pecado impuro, ¿qué diremos de San José, que no sólo respetó a la Santísima Virgen, sino que además recibió la excelsa misión de ser el custodio, y el testigo, de su virginidad perpetua? Y si la misma Iglesia ensalza el ejemplo de santos como Santo Tomás, que por haber sido fiel a la virtud de castidad, fue adornado por Dios con el don de una preservación de por vida de toda tentación impura; como San Luis Gonzaga, constituido patrono de la juventud sobre todo por su vida angélica en materia de pureza; ¿qué deberemos decir de San José, que practicó esta virtud de modo mucho más excelente que todos ellos? ¿cómo no invocaríamos su patrocinio para adquirir y conservar esta virtud?

Sí, sabemos que San José fue casto, fue puro, fue virgen, y con su virginidad acompañó la virginidad de la Santísima Virgen. Eso mismo nos manifiestan las palabras de la Virgen al arcángel San Gabriel, que le anunciaba su divina maternidad: «¿Cómo puede ser esto, puesto que no conozco varón?». Es una Virgen casada la que da esta respuesta. Ahora bien, una mujer casada no puede hacer en su matrimonio el voto de virginidad perpetua sin el consentimiento de su marido; y aun así, no podría estar totalmente segura y tranquila en su voto, si su marido no se obligase a comportarse como ella. Y esto es lo que la tradición nos afirma de San José: que no sólo le permitió a María formular su voto de virginidad perpetua, sino que él mismo lo formuló junto con ella.

La virginidad y castidad de San José fue de cuerpo y de alma. Fue de cuerpo, es decir, que renunció a todo uso del matrimonio con la Santísima Virgen; y podemos imaginar fácilmente cuál sería el control de los sentidos, de la imaginación y de las pasiones de que gozó San José, para que la Virgen se sintiera perpetuamente segura y amparada con la compañía de San José. Y fue también de alma, ya que el incentivo, o el motor de esta castidad, no fue otra (al igual que la del sacerdote y del religioso) que la intimidad tan excelente de que gozó con Jesús y con María, que le exigía no tener el corazón repartido, sino totalmente entregado a ellos.

Y con eso pasamos a la consideración de la segunda gracia.

2º La perfecta vida interior

De poco le habría servido a San José la castidad material, si no se hubiera valido de ella como medio de elevarse a una perfecta unión con Dios, con el Verbo encarnado, y lograrlo a través del medio más perfecto, que es María. Enseña Santo Tomás que un ser se hace impuro con la mezcla con las cosas que le son inferiores, de modo que el amor y apego a las cosas creadas es para nosotros una forma de impureza interior; mientras que se hace puro con la mezcla y unión con las cosas que le son superiores: la gracia, Dios, la Virgen. Ese fue el caso de San José. Y eso es lo que nos explica también la profunda vida interior de este santo Patriarca.

San José es realmente el patrono de las almas interiores, el patrón de la vida interior. Toda su existencia estuvo enteramente consagrada a María, y por María a Jesús; y en esta vida de consagración a ellos, alcanzó la mayor intimidad que puede imaginarse en ningún otro santo. Si Moisés bajó transformado por la luz divina por los cuarenta días de intimidad de que gozó con Dios en el monte Sinaí; si San Juan Bautista fue declarado por el Salvador el mayor hombre nacido de mujer en el Antiguo Testamento, por la estrecha unión que su misión le daba con El, a saber, anunciarlo de cerca y con el dedo, ¿qué diremos de San José, que no sólo vivió con el Verbo encarnado cuarenta días, sino treinta años? ¿que no sólo tuvo que anunciarlo con el dedo, sino alimentarlo, protegerlo, custodiarlo? ¿que no sólo gozó de la presencia de Jesús y María, como podían haber gozado de ella los demás judíos contemporáneos de Nuestro Señor, sino que además se aplicó con toda su fuerza a conocer, a amar y a imitar a Jesús, y a hacerlo por María?

San José fue realmente el primero que vivió el lema de «A Jesús por María», y desde entonces es imposible que nadie lo vuelva a vivir igual que él; y no sólo eso, sino que necesariamente todo el que aspira a reproducir este ideal de vida, ha de hacerlo como discípulo y como protegido del gran San José, patrono y modelo de las almas que aspiran a vivir de la perfección.

3º La perseverancia final

La tercera gracia que nos alcanza San José, y no menos importante que las dos anteriores, es la de la perseverancia final. La razón es bien sencilla: y es que él fue el único hombre sobre la tierra que tuvo el privilegio de entregar su alma en las manos de Jesús y de María, asistido personalmente por ellos. Ahora bien, como San Luis Gonzaga señalaba, «los Santos tienen un poder especial para obtener, a quienes los invocan, las virtudes en que ellos se destacaron más particularmente». Desde entonces, San José tiene como un poder especial para conceder a sus devotos esta misma gracia que él recibió y en cierto modo mereció, esto es, la de morir con la asistencia de Jesús y de María. Es la perseverancia final, la gracia de las gracias.

Pero esta perseverancia final, en San José, fue preparada por otra larga perseverancia, y fue la absoluta fidelidad y correspondencia de este Patriarca, durante toda su vida, a las gracias recibidas de Dios. La Sagrada Escritura, y toda la Liturgia de la fiesta de San José, resalta este aspecto del «vir fidelis», del varón eminentemente fiel, más que cualquier otro, a lo que Dios reclamaba de él. La fidelidad a la gracia de Dios, momento tras momento, día tras día, es la que prepara nuestra alma para corresponder siempre a las gracias de Dios, y a ser dócil, por lo tanto, a la última y decisiva, que es la buena muerte y la perseverancia final en la gracia.

A la pequeña fidelidad, que es la observada en las obligaciones de cada día, se sigue la gran fidelidad, que es la que se confirma con la gloria: «Bien, siervo bueno y fiel, porque has sido fiel en lo poco, te constituiré en lo mucho: entra en el gozo de tu Señor». ¿No es esto acaso lo que debió decirle Jesús a José en su lecho de muerte, aplicándoselo a su padre nutricio como no se puede aplicar a ninguna otra alma?

Conclusión

Ningún fiel cristiano puede hoy ignorar de qué modo tan sistemático se ven combatidos, por todos los medios y en todos los frentes, estos tres bienes de la castidad, de la vida interior y de la perseverancia y fidelidad, ya que son tres elementos constitutivos de la santidad.

• Con la marea de impureza y de sensualidad que invade y sumerge al mundo, es muy difícil no incurrir en pecados contra la bella virtud, ya sea de pensamiento, ya de mirada, ya de acción.

• Igualmente, con toda la seducción de las cosas del mundo, de sus riquezas, de sus comodidades, y con todo el ruido de noticias, de curiosidades, de diversiones, de actividades, es muy difícil ser de verdad un alma interior.

• Finalmente, no hace falta ser demasiado perspicaz para comprobar también hasta qué punto el demonio y el mundo atacan y logran destruir, con mayor o menor esfuerzo, en más o menos tiempo, la fidelidad y la perseverancia de muchas almas en la fe y en la gracia.

¿Seremos nosotros del número que sucumbe? Bien podemos serlo.

Y para que esta desgracia no nos suceda, tenemos el remedio en San José. «Ite ad Joseph». Seamos sus devotos de corazón. Y pidámosle frecuente y confiadamente estas tres gracias, que tendríamos que reservar para nuestras súplicas a este Santo Protector.

1º Pidámosle la gracia de una perfecta pureza de cuerpo y de alma: que él, por su intercesión, nos libre de las muchas asechanzas que hoy se tienden a la virtud de la castidad; que él nos conceda la gracia de un gran amor de esta virtud; que él nos descubra el secreto para practicarla, a saber, el amor sincero y total a Jesús y a María; y que él nos dé también la fortaleza para tomar los medios, exigentes a veces (como la mortificación corporal y la huida de las ocasiones), para conservarla intacta.

2º Pidamos también a San José, con constancia, la gracia de ser verdaderas almas interiores, ni más ni menos que como lo fue él, y a imitación suya, esto es, yendo a Jesús por María; la gracia de una gran intimidad con la Santísima Virgen, viviendo bien nuestra consagración a Ella; la gracia de obtener el conocimiento interior y el amor perfecto de Nuestro Señor Jesucristo a través del amor a María.

3º Pidámosle, por fin, la docilidad y fidelidad perfecta a la gracia de Dios, a sus mandamientos, a nuestro deber de estado, a nuestra propia vocación, para alcanzar a través de esta disposición de alma la perseverancia final, con la cual seremos sus compañeros en la gloria, después de haberlo imitado en la tierra.