Un Niño nos nacerá...
Dios Nuestro Señor, apenas cayeron nuestros primeros padres, anuncia la venida del Redentor. Y es que Dios, en su infinita bondad, ya había previsto desde la eternidad dicha caída y todas nuestras miserias y necesidades. Y ya había previsto también desde la eternidad la Redención. ¡Preparemos nuestros corazones para recibir a Nuestro Redentor, que está cada vez más cerca!
Pero para que el Misterio de la Redención, el Misterio de la Cruz, se llevara a cabo, hacía falta que se llevara a cabo antes el Misterio de la Encarnación. Y la Encarnación también fue prevista desde la eternidad como también la Concepción Inmaculada de la Virgen Purísima, cuyo consentimiento Dios pediría para que se hiciera carne el Verbo Eterno y se salvara la humanidad.
Pero antes de que se enviara el Arcángel San Gabriel como embajador de Dios ante la Santísima Virgen María para pedir el consentimiento de Ella -consentimiento clave, pues de él dependía nuestra salvación- Dios dejó que pasaran miles de años. Mientras tanto la humanidad se hundía. Las miserias sólo trajeron más miserias. Los pocos hombres santos clamaban a Dios para que no tardara más el Mesías pero vinieron sólo los Profetas, no el Mesías. “Ya vendrá” decían, y sólo pasaban los siglos. Dios parece haber tardado demasiado para cumplir su promesa. ¿Por qué?
Porque Dios quiere que el mayor número de almas posible aproveche a la obra de la Redención y, por tanto, también de la Encarnación. Y el hombre, que es meramente polvo y ceniza pero inflado de orgullo, no puede apreciar los dones de Dios sin antes reconocer su miseria. Y Dios, Nuestro Padre, lo sabe perfectamente. Por eso, ha esperado hasta que la humanidad se hundiera en la miseria sin remedio para darnos El Don, Su Don, que es su Hijo Unigénito. El hombre tenía que dejar primero su orgullo para poder reconocer al Salvador que apareció en el mundo como un Niño, vestido de carne mortal y envuelto en pañales, recostado en un pesebre, custodiado por un carpintero y por una pobre huérfana y rodeado de animales.
La Iglesia, en su liturgia, resume los miles de años de súplica ferviente e incesante de los justos para que viniera ya el esperado por los collados, el Mesías, el Salvador prometido, en los cuatro domingos de Adviento. “Rorate cæli desuper, et nubes pluant Justum. Aperiatur terra, et germinet Salvatorem”. Enviad, cielos, vuestro rocío, y las nubes lluevan al Justo. Que se abra la tierra y germine al Salvador.
Y al llegar el tiempo oportuno, Dios no tardó en cumplir su promesa. La Iglesia canta con toda solemnidad en el Martirologio Romano, llena de asombro y de alegría, el día anterior a este día tan esperado:
“El año de la creación del mundo, cuando en el principio creó Dios al cielo y la tierra, cinco mil ciento noventa y nueve; del diluvio, el año dos mil novecientos cincuenta y siete; del nacimiento de Abraham, el año dos mil y quince; desde Moisés y la salida del pueblo de Israel de Egipto, el mil quinientos diez; desde que David fue ungido Rey, el mil treinta y dos; en la Semana sexagésima quinta, según la profecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro; de la fundación de Roma, el año setecientos cincuenta y dos; del Imperio de Octaviano Augusto, el cuarenta y dos; estando todo el Orbe en paz, en la sexta edad del mundo, Jesucristo, eterno Dios, e Hijo del eterno Padre, queriendo consagrar el mundo con su misericordiosísimo advenimiento, concebido del Espíritu Santo, y pasados nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judá, de la Virgen María, hecho Hombre.
La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, según la carne
San Juan Evangelista, el discípulo amado, en su Evangelio que escribió después de tantas oraciones y ayunos, describe la Natividad de Dios Nuestro Señor con estas palabras inspiradas:
“En el principio existía ya el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y nosotros hemos visto su gloria, gloria cual el Unigénito debía recibir del Padre, lleno de gracia y de verdad.”
Dios hecho Hombre. Dios hecho visible, palpable, observable y sobre todo imitable por los hombres. Dios se ha hecho Hombre también para enseñarnos las cosas celestiales que no nos son visibles, para que las conozcamos y las queramos. Dios se ha hecho Hombre sobre todo como lo dice el Prefacio de la Misa: “Quia per incarnati Verbi mysterium, nova mentis nostræ oculis lux tuæ claritatis infulsit: ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc invisibilium amores rapiamur”. Pues que por el misterio de la Encarnación del Verbo se ha manifestado a los ojos de nuestra alma un nuevo resplandor de tu gloria; a fin de que, llegando a conocer a Dios bajo una forma visible, seamos atraídos por Él al Amor Invisible.
Lo que todos los Justos y Profetas habían deseado ver y conocer a lo largo de cinco mil años, lo hemos recibido y conocido nosotros los católicos, nosotros que estamos bajo la Nueva Ley que es el cumplimiento de las promesas de Dios. Que seamos atraídos, pues, al Amor Invisible, traduciendo este amor en la aspiración por las cosas celestiales y en la imitación de Cristo Nuestro Señor.
Y si bien sería una gran gracia haber estado allí en Belén en aquella Noche tan santa, no nos hace falta. Ustedes que asisten tan de cerca en el Altar, en cierta manera, pueden asistir o presenciar aún cada día, la Navidad. Pues las palabras de consagración que pronuncia el sacerdote obran el mismo efecto que las palabras de la Virgen consintiendo a la Encarnación, las manos del sacerdote toman el lugar del seno purísimo en el que tomó carne el Verbo. Dios, en la Santa Misa, repite, por así decir, ante nuestros ojos, no sólo la Redención sino también la Encarnación.
Toda la vida de un católico debe girar alrededor del Altar. Y ustedes que tienen el privilegio sagrado de asistir tan de cerca, con mayor razón.
El Boletín El Acólito es el boletín mensual de la Archicofradía de San Esteban del Priorato San Benito en Gómez Palacio, Durango.