Un Niño nos nacerá...

Fuente: Distrito de México

Dios Nuestro Señor, apenas ca­yeron nuestros primeros padres, anuncia la venida del Redentor. Y es que Dios, en su infinita bondad, ya había previsto desde la eternidad dicha caída y todas nuestras miserias y necesi­dades. Y ya había previsto también desde la eternidad la Redención. ¡Preparemos nuestros corazones para recibir a Nuestro Redentor, que está cada vez más cerca!

Pero para que el Misterio de la Re­dención, el Misterio de la Cruz, se llevara a cabo, hacía falta que se llevara a cabo antes el Misterio de la Encarnación. Y la Encarnación también fue prevista desde la eternidad como también la Concepción Inmaculada de la Virgen Purísima, cuyo consentimiento Dios pediría para que se hiciera carne el Verbo Eterno y se sal­vara la humanidad.

Pero antes de que se enviara el Ar­cángel San Gabriel como embajador de Dios ante la Santísima Virgen María para pedir el consentimiento de Ella -consentimiento clave, pues de él de­pendía nuestra salvación- Dios dejó que pasaran miles de años. Mientras tanto la humanidad se hundía. Las miserias sólo trajeron más miserias. Los pocos hom­bres santos clamaban a Dios para que no tardara más el Mesías pero vinieron sólo los Profetas, no el Mesías. “Ya vendrá” decían, y sólo pasaban los siglos. Dios parece haber tardado demasiado para cumplir su promesa. ¿Por qué?

Porque Dios quiere que el mayor número de almas posible aproveche a la obra de la Redención y, por tanto, tam­bién de la Encarnación. Y el hombre, que es meramente polvo y ceniza pero inflado de orgullo, no puede apreciar los dones de Dios sin antes reconocer su miseria. Y Dios, Nuestro Padre, lo sabe perfecta­mente. Por eso, ha esperado hasta que la humanidad se hundiera en la miseria sin remedio para darnos El Don, Su Don, que es su Hijo Unigénito. El hombre tenía que dejar primero su orgullo para poder reconocer al Salvador que apareció en el mundo como un Niño, vestido de carne mortal y envuelto en pañales, re­costado en un pesebre, custodiado por un carpintero y por una pobre huérfana y rodeado de animales.

La Iglesia, en su liturgia, resume los miles de años de sú­plica ferviente e in­cesante de los justos para que viniera ya el esperado por los collados, el Mesías, el Salvador prometi­do, en los cuatro do­mingos de Adviento. “Rorate cæli desuper, et nubes pluant Justum. Aperiatur terra, et germinet Salvatorem”. Enviad, cielos, vues­tro rocío, y las nubes lluevan al Justo. Que se abra la tierra y ger­mine al Salvador.

Y al llegar el tiem­po oportuno, Dios no tardó en cumplir su promesa. La Iglesia canta con toda solemnidad en el Martiro­logio Romano, llena de asombro y de ale­gría, el día anterior a este día tan esperado:

“El año de la creación del mun­do, cuando en el principio creó Dios al cielo y la tierra, cinco mil ciento noventa y nueve; del diluvio, el año dos mil novecientos cincuen­ta y siete; del nacimiento de Abra­ham, el año dos mil y quince; desde Moisés y la salida del pueblo de Israel de Egipto, el mil quinientos diez; desde que David fue ungido Rey, el mil treinta y dos; en la Sema­na sexagésima quinta, según la pro­fecía de Daniel; en la Olimpíada ciento noventa y cuatro; de la fun­dación de Roma, el año setecientos cincuenta y dos; del Imperio de Octaviano Augus­to, el cuarenta y dos; estando todo el Orbe en paz, en la sexta edad del mundo, Jesucris­to, eterno Dios, e Hijo del eterno Padre, querien­do consagrar el mundo con su mi­sericordiosísimo advenimiento, concebido del Es­píritu Santo, y pasados nueve meses después de su concepción, nace en Belén de Judá, de la Virgen María, hecho Hombre.

La Natividad de Nuestro Señor Jesucristo, según la carne

San Juan Evangelista, el discípulo amado, en su Evangelio que escribió des­pués de tantas oraciones y ayunos, descri­be la Natividad de Dios Nuestro Señor con estas palabras inspiradas:

“En el principio existía ya el Ver­bo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios... y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y nosotros hemos visto su gloria, gloria cual el Unigénito debía re­cibir del Padre, lleno de gracia y de verdad.”

Dios hecho Hombre. Dios hecho visi­ble, palpable, observable y sobre todo imi­table por los hombres. Dios se ha hecho Hombre también para enseñarnos las co­sas celestiales que no nos son visibles, para que las conozca­mos y las queramos. Dios se ha hecho Hombre sobre todo como lo dice el Prefacio de la Misa: “Quia per incarnati Ver­bi mysterium, nova mentis nos­træ oculis lux tuæ claritatis in­fulsit: ut dum visibiliter Deum cognoscimus, per hunc invisibi­lium amores rapiamur”. Pues que por el misterio de la En­carnación del Verbo se ha ma­nifestado a los ojos de nuestra alma un nuevo resplandor de tu gloria; a fin de que, llegando a conocer a Dios bajo una forma visible, seamos atraí­dos por Él al Amor Invisible.

Lo que todos los Justos y Profetas ha­bían deseado ver y conocer a lo largo de cinco mil años, lo hemos recibido y co­nocido nosotros los católicos, nosotros que estamos bajo la Nueva Ley que es el cumplimiento de las promesas de Dios. Que seamos atraídos, pues, al Amor In­visible, traduciendo este amor en la as­piración por las cosas celestiales y en la imitación de Cristo Nuestro Señor.

Y si bien sería una gran gracia haber estado allí en Belén en aquella Noche tan santa, no nos hace falta. Us­tedes que asisten tan de cerca en el Altar, en cierta manera, pueden asistir o pre­senciar aún cada día, la Navidad. Pues las palabras de consagración que pronuncia el sacerdote obran el mismo efecto que las palabras de la Virgen consintiendo a la Encarnación, las manos del sacerdote toman el lugar del seno purísimo en el que tomó carne el Verbo. Dios, en la Santa Misa, repite, por así decir, ante nuestros ojos, no sólo la Redención sino también la Encarnación.

Toda la vida de un católico debe girar alrededor del Altar. Y ustedes que tienen el privilegio sagrado de asistir tan de cerca, con mayor razón.


El Boletín El Acólito es el boletín mensual de la Archicofradía de San Esteban del Priorato San Benito en Gómez Palacio, Durango.

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