"¡Viva Cristo Rey!"
Les presentamos a continuación un texto sobre los cristeros, del Padre Xavier Beauvais, actual prior de Marsella (Francia), antiguo superior de Distrito de Sudamérica.
Ya que pasamos la fiesta de Cristo Rey, permítanme proporcionarles un ejemplo al que se le llamó "los mártires de Cristo Rey". Entre todos los mártires, de los cuales el heroísmo y la gloria enrojecen la historia de la Iglesia, no hay uno, cuyo testimonio supremo – este testimonio de fe y este testimonio de amor en el cual el mismo Cristo afirmaba que sobrepasaba todos los otros – sea más luminoso y más resplandeciente que el de los mártires mexicanos.
Fue por Cristo que ellos se expusieron libremente a la muerte, desafiaron todos los peligros y resistieron todas las condiciones. Fue aclamando a Cristo Rey que decidieron combatir los designios antirreligiosos e impíos de un gobierno masónico. Fue aclamando a Cristo Rey que sostuvieron el coraje y el entusiasmo de todo un pueblo. Fue el grito de "¡Viva Cristo Rey!" el que logró juntar multitudes, unidas por la oración o la protesta. Y mientras arrestados se les proponía probar su lealtad a favor de la república y de su presidente mediante una aclamación que consideraban impía y blasfema, era aclamando a Cristo Rey que expresaban su rechazo y su orgullo. "Viva Cristo Rey" brotaba aún de sus labios, mientras que los jueces, regulares o improvisados, a veces un jefe de banda cualquiera, les notificaba la condenación capital.
"Viva Cristo Rey" era la oración jaculatoria de su captura, el saludo mutuo de los confesores de la fe. Delante del pelotón de ejecución -sobre todo ahí- ellos quisieron que este grito marcara el significado de su sacrificio y expresara aquello que era lo más ferviente, lo más absoluto, desde el fondo de sus espíritus y sus corazones.
"Viva Cristo Rey" es como un rito del martirio mexicano. Es la última palabra de las víctimas gloriosas: este grito brotaba con su sangre, brotaba con su alma. Incluso aquellos que al comienzo de la persecución, mientras el rito no estaba aún establecido, no clamaron en estos términos su fe y su amor, incluso ellos formularon claramente los mismos sentimientos.
Como estos dos jovencitos, cuando el mayor le dice al adolescente, casi un niño que fusilaban junto con él, cuando vio las escopetas levantarse y al oficial poner la mano en la empuñadura de su espada para hacer el gesto que ordena el fuego y la muerte: "Descubrámonos, entramos a la casa de Cristo Rey".
Como este sacerdote, el padre Vera, que fusilado con los ornamentos sacerdotales, y tal vez retenido por este hecho por una especie de escrúpulo litúrgico, en vez de lanzar a la faz del cielo y de la tierra, en una exclamación vibrante, su respuesta a las exigencias de los verdugos, dice con fervor y recogimiento las primeras palabras de la Misa: "Introibo al altare Dei". Y, en efecto, ofrecía su último sacrificio unido al sacrificio de Cristo.
Pero los otros, religiosos, sacerdotes y laicos, murieron con una actitud y unas palabras, por decirlo así, estereotipadas. Seguido se les preguntaba, al llegar al lugar de la ejecución, si no tenían algún deseo que expresar. Era también un rito de la justicia humana.
Y la injusticia, revestida de insignias de justicia, hace los gestos exteriores y pronuncia las fórmulas de la justicia. A esta pregunta los confesores de Cristo Rey respondieron de diferente manera. Unos agradecían magnífica y cortésmente: "Oh no, todos nuestros deseos están cumplidos, nuestro deseo supremo fue morir por Cristo Rey" .
El Padre Pro tuvo otra inspiración: «Sí, deseo rezar por última vez». El pelotón de ejecución deja entonces las armas a los pies durante esta oración del Padre Pro. Los numerosos testigos de esta muerte esperaron también. Arrodillado sobre la tierra que él mismo bañaría con su propia sangre, profundamente recogido, el mártir pone toda su alma, todo su fervor y todo su amor en su última oración. Ciertamente rezó y ofreció su sacrificio por el triunfo de Cristo Rey y de su Iglesia en México.
Después él se levantó, miró con dulzura, orgullo y amor a aquellos que lo mataban, se plantó frente al pelotón de ejecución, enseguida, con el crucifijo en su mano derecha y el rosario en su mano izquierda, sus dos grandes amores: Cristo Rey y Nuestra Señora de Guadalupe, extendió los brazos para parecerse físicamente y por su actitud, a Aquel a quien imitaba y cuyo sacrificio continuaba y, en el instante supremo, como todos los demás, esforzándose en hacer de éste su último acto y su último suspiro, dijo con un místico impulso: "¡Viva Cristo Rey!". Los testigos fueron golpeados por el tono religioso con el cual estas palabras, que flotaban como una bandera sobre toda esta guerra civil de México, fueron pronunciadas por el Padre Pro.
¿Cómo y por qué esta devoción a Cristo Rey marcó tan fuertemente la lucha y el sacrificio de la Iglesia Mexicana? La devoción a Cristo Rey se desarrolló en México mucho antes de la promulgación de la encíclica Quas Primas. En 1923, los obispos de México tuvieron la gran y noble idea de rehacer en el Cerro del Cubilete, en el centro geográfico del país, un trono de Cristo Rey. Ahí, durante la ceremonia de bendición del monumento a Cristo Rey, delante de más de 100,000 personas, el alma de México había jurado solemnemente que sería siempre fiel a su Rey. Desatada por el obispo de León, la aclamación «¡Viva Cristo Rey!», permitió a los sentimientos que hacían latir tan fuertemente los corazones de los cristianos generosos y entusiastas, expresarse y estallar. Si se compone una epopeya del drama de la persecución mexicana, debería abrirse con esta ceremonia del Cerro del Cubilete, como la epopeya y el drama de la Pasión de Cristo se abre con la entrada triunfal a Jerusalén. ¿Por qué esta devoción de la Iglesia Mexicana al reinado de Cristo Rey, antes del llamado del Papa? Porque los jefes de esta Iglesia, y enseguida los fieles más iluminados y fervientes, sintieron que la lucha que se anunciaba y que ya había sido desencadenada, se trataba únicamente de este reinado.
Se trataba de saber si México permanecería fiel a Cristo Rey, si permanecería como una provincia del reinado de Cristo, o si se convertiría en un país laico, donde muchos ciudadanos sin duda, pertenecerían todavía a la religión, pero donde la vida social sería descristianizada, paganizada. Muy justamente, los obispos, los sacerdotes, y los mexicanos más fieles estimaron que un reto como éste valía todos los heroísmos, toda la sangre, todas las vidas que se necesitaran sacrificar para asegurar la victoria. Los jefes responsables del catolicismo en México no dudaron en comprometerse profundamente a esta lucha política y religiosa, humanamente hablando, tan desigual. Ellos hicieron los gestos tajantes que precisarían a los ojos del público las posiciones y disiparían las equívocas. Por un reglamento obstruccionista y sacrílego, el gobierno quería poner mano sobre la organización religiosa, en aquello que tiene como lo más sagrado, sobre el culto mismo.
¿Entonces los obispos tomaron la decisión heroica de prohibir el culto en las iglesias? Los perseguidores tomaron represalias prohibiéndolo fuera de las iglesias. Y fue así que el único culto legítimo era el culto ilegal y clandestino. La táctica fue discutida. La lucha podía estar comprometida de alguna manera. Sobre la necesidad misma de la lucha, no había discusión posible. Un esfuerzo aterrador, un esfuerzo satánico fue hecho por el gobierno y por aquellos que lo inspiraban y maniobraban para descristianizar, desmoralizar y paganizar a México, para arrebatarle México a Cristo Rey, para hacer reinar en esta nación católica sus tradiciones seculares e ininterrumpidas.
Estamos en presencia de una verdadera persecución, con todo el rigor de este término odioso, de una que fue diferente en sus métodos y pretextos de las persecuciones más importantes de la historia, pero que está animada por el mismo espíritu y puede soportar la comparación con los brotes de odio que ilustraron de manera siniestra e indeleble los nombres de Nerón y Diocleciano, así como de la Revolución Francesa. ¿Cuál era el deber de la Iglesia mexicana provocada y amenazada de esta forma? Su deber, y no solamente su derecho, era defenderse, defender los intereses de las almas, los intereses del reinado de Cristo, por los medios más eficaces que estuvieran en su poder. Era el deber de los obispos, los sacerdotes, los laicos, el deber de todos los católicos dignos de ese nombre. La cuestión no era saber en qué medida era legítimo combatir los planes de descristianización, sino de qué manera los soldados y los caballeros de Cristo los combatirían más eficazmente.
El episcopado de México decretó la resistencia, aún ilegal, con audacia y energía. Los dos campos estaban claramente separados en grupos y sus colores eran notablemente opuestos. Había que tomar partido con los perseguidos o los perseguidores, con los tiranos o con los mártires. Los fervientes y generosos católicos no conocían en México una situación tan confusa, la angustia de buscar su deber. A menudo, el deber era heroico, y nunca era ambiguo o discutible. Y fue así que hubo un poderoso florecer de sublime generosidad, hubo páginas resplandecientes que la Iglesia de México insertó en el glorioso martirologio católico. Hubo ejemplos de heroísmo delante de jueces y de verdugos, existió el heroísmo católico, de pie, con la mirada franca y clara, delante del pelotón de ejecución. Existieron otras formas de heroísmo que la persecución hizo florecer sobre esta tierra mexicana, por ejemplo, Florentino Vargas, de quien sus dos hermanos mayores venían de ser fusilados. Entró a la casa paterna, acompañando los cadáveres de los dos mártires, destrozado por la emoción y la tragedia que acababa de vivir y mortalmente inquieto por el terrible golpe que esperaba al corazón de su madre. Cuál no fue su sorpresa y admiración al escuchar a ésta decir simple y muy cariñosamente: "Estuviste cerca de la corona. Tus dos hermanos son más felices que tú. Sé muy virtuoso para ser digno del martirio, si se debe presentar nuevamente la ocasión".
La madre de Salvador Calderón logró ver a su hijo unos instantes antes. Este hijo tiene 23 años y ella está orgullosa de él. Lo ama y se queda con él tanto como se lo permitan. Ella le da fuerzas. Le habla del cielo y del precioso honor de morir por Cristo Rey. La separan de él. Ni tan rápido ni tan lejos como para que no escuche las detonaciones. Ella hace entonces esta sublime oración a la Virgen María para pedirle que la reemplace cerca de su hijo, quien muere por la religión: "Dulce Madre".
Muchos otros ejemplos podrían ser citados. He aquí hasta dónde el amor apasionante de Cristo y de Su Reino pueden elevar a las almas. Es una causa que sobrepasa al hombre infinitamente y lo engrandece sin límite. Nosotros también debemos, de manera menos trágica y menos heroica, servir a esta causa. Ningún esfuerzo y ningún sacrificio nos parecerán demasiado duros o pesados mientras se trate de los intereses de Cristo Rey. Tendremos la valentía y la tenacidad que necesitan los soldados y los caballeros de tal rey y de tal reinado. ¿En qué frente osaríamos contar con orgullo las acciones de los mártires mexicanos y de todos los mártires de Cristo Rey?, ¿en qué frente osaríamos de algún modo prevalecer con su heroísmo, si nos debilitamos con los primeros obstáculos y las primeras dificultades?
Los perseguidores mexicanos percibieron hasta qué sentimiento y a qué clase de valentía tenían que llegar. Ellos sintieron que la devoción a Cristo Rey sostenía la resistencia y el heroísmo de los católicos. Ellos persiguieron esta devoción como antirrepublicana y antigubernamental. Ahora bien, no hay violencia ni explosivos que puedan ser capaces de hacer estallar nuestra fidelidad al divino Rey, ya que la gracia aumenta esta fidelidad al nivel de las circunstancias, de las dificultades y de las persecuciones.
"¡Viva Cristo Rey!". Este grito alegrado por sobre todos los siglos, una palabra de los orígenes del cristianismo, una palabra que nace del corazón ardiente del apóstol Oportet illum regnare: Es necesario que Él reine.
Oportet illum regnare, en estilo moderno, en estilo de una verdadera acción católica se traduce exactamente en: "¡Viva Cristo Rey!".
R.P. Xavier Beauvais, sacerdote de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, de acuerdo a los escritos de Monseñor Picard "Cristo Rey", Ediciones REX.
Fuente: Acampado n°109 de noviembre de 2015.