San Luis María: a tres siglos de su muerte

Luis María Grignion nació en 1673 en Montfort, Bretaña, de un padre de “pequeña nobleza” y de débil fortuna, abogado de esa ciudad. Fue el segundo de una familia de dieciocho hijos (de los cuales ocho mueren a corta edad). De este hogar tan cristiano, Dios escogerá a tres sacerdotes y dos religiosas.

Cuando Luis María tenía doce años, su padre lo envió a hacer sus estudios al Gran Colegio de Jesuitas en Rennes. Allí hizo amistad con Jean Baptiste Blain, futuro sacerdote, quien más tarde sería su biógrafo, y con Claude François Poullart des Places, quien fundaría después la Congregación del Espíritu Santo. Con estos dos amigos, formó en el Colegio una asociación en honor a la Santísima Virgen, lo cual condujo a los demás al bien.

Escuchó hablar del célebre seminario de Saint-Sulpice de París, reconocido por su ciencia y fervor, y decidió ir y formarse ahí. En ese tiempo, él estaba ya muy por delante de sus compañeros sobre el camino de la perfección. Fue ordenado sacerdote en 1700, pero la Providencia esperó algunos años para indicarle claramente los designios que tenía para él. Partió, entonces, en peregrinación a Roma para consultar al Papa: Clemente XI lo nombra misionero apostólico, y le designa a Francia como su terreno de apostolado.

Las ciudades y los campos del oeste de Francia verían pasar durante diez años a un maravilloso e incansable apóstol, cuyo ardiente celo lo llevó de una parroquia a otra para hacer misiones. A un cura, quien le preguntó su nombre, respondió:

Soy un pobre padre que recorre el mundo con la esperanza de ganar algunas almas con mi sudor y mis trabajos.” (2)

El Cura de Montfort vio en su época la disminución del espíritu cristiano; aparentemente permanecía intacto, pero en realidad comenzaba a derrumbarse. Se dedicó a despertar a las almas que dormían, a retirarlas de su indiferencia o incluso de sus distracciones. Predicó, entonces, las grandes verdades, con una elocuencia y un extraño poder. Invitó a los cristianos a renovar en ellos la gracia del Bautismo. Les hablaba de Jesucristo, y de la caridad que nos muestra en el Calvario y en la Eucaristía. Enseñaba la devoción a la Santísima Virgen y el rezo del Santo Rosario. Por donde él pasaba, su palabra transformaba los espíritus y los corazones. Provocaba el fervor en un extraordinario número de almas y transfiguraba las parroquias. Por todas partes dejaba una admirable renovación de vida cristiana y duradera. (3)

En 1771, por invitación de los obispos de las diócesis de ‘La Rochelle’ y de ‘Luçon’, los únicos que lo valoraron, entró en ellas.

Pasaría los cinco últimos años de su vida en estas diócesis, y haciendo un trabajo metódico y profundo. Predicó con éxito prodigioso. Así, esta región de Vendée se preparó para las luchas heroicas que le esperaban y sería la admiración del mundo entero.

El apóstol muere trabajando, el 28 de abril de 1716. Cuando entrega su alma en Saint-Laurent- sur- Sèvre, en un miserable catre, las dos congregaciones que había fundado (4) y que tendrían en seguida tanto auge, no contaban, una más que con cuatro religiosas, y la otra más que con dos padres, sin hogar, sin recursos y expuestos a todos los vientos del azar (5).

Amor a la pobreza

Uno de los aspectos que marcaron la fisonomía espiritual de San Luis María es un amor extremo por la pobreza y por los pobres. Cuando aún era estudiante en Rennes, “colaboró, junto con otros jóvenes, con M. Bellier, capellán del Hospital General de Rennes, en una especie de Congreso de San Vicente de Paul: instrucciones espirituales, visitas a los pobres al hospital o a sus casas. De ahí nació su deseo de evangelizar a los pobres”. (6)

Cuando salió de Rennes rumbo a París, se le dieron diez escudos y una vestimenta nueva. Él distribuyó sus escudos a los pobres e intercambió su atuendo nuevo con el de un mendigo. Se arrodilló entonces e hizo el voto de vivir en la completa pobreza para depender totalmente de la Providencia. Mendigaba su pan y un poco de paja para dormir. El Padre Celestial, a quien se confió, cuidaría de él.

En 1701, en Poitiers, inició un apostolado en particular con los pobres del hospital, quienes notaron que este cura era tan pobre como ellos y lo reconocieron como a uno de los suyos; incluso le daban limosna. Viviendo en pobreza, encontró el camino de ganarlos a Jesucristo sirviéndolos. Cuando tuvo que partir hacia París, escribieron una sentida súplica a M. Leschassier, superior del seminario de Saint-Sulpice, para que se les entregara a su padre y amigo:

Señor, nosotros, cuatrocientos pobres, os suplicamos muy humildemente, por el gran amor y la gloria de Dios, haced venir a nuestro venerable pastor, aquel que ama tanto a los pobres, M.Grignion”.

Tras este llamado emotivo, el santo vuelve a Poitiers.

Sobre todo, hizo en favor de los pobres los prodigios de caridad. Él fue su providencia, su distribuidor de limosnas: “El dinero y la ropa, por lo general, no permanecían tanto tiempo en sus manos, pues de inmediato las daba a los necesitados”, dice el padre Blain (7).

Cuando recibía alguna invitación a comer, llegaba acompañado de algún pobre – al cual presentaba como amigo suyo –, y con el que compartía sus cubiertos.

Era un hombre que, como San Pablo, no tenía morada terrenal permanente. Asimismo, no se le conoció nunca ninguna residencia fija, sino que pasaba por especies de ermitas.

El amor a la Cruz

Desde su juventud, san Luis María llevó una vida de mortificación y de sacrificio voluntario.

Siendo seminarista, leyó la obra de Los santos de la Cruz, escrita por el padre Boudon, su autor preferido. Esta lectura, escribe su amigo, el padre Blain, “le dio una grandísima estima y tan gran gozo por las penas y desprecios, que no paraba de hablar de la felicidad de las cruces y del mérito de los sufrimientos. Tenía una santa envidia de los pobres y afligidos; los honraba y respetaba como los favoritos de Dios y los vivos retratos de Jesús crucificado”.

No contento con aceptar el sufrimiento sin quejarse, San Luis María corría a su encuentro, lo recibía con alegría, lo estrechaba sobre su corazón como el regalo más caro y la más clara señal del favor divino.

No se limitaba a predicar y a poner la cruz en sus misiones: vivió en un perfecto olvido de sí mismo, una total abnegación. Quería que pidieran para él cruces y humillaciones. Decía que era esa la única manera de atraer las bendiciones de Dios sobre las almas.

De sus penitencias, he aquí lo que dice el padre Jégu, cura de ‘La Chèze’ en ‘Bretagne’, donde el Padre de Montfort predicó una misión:

Su cama era una piedra sobre tres ramas. Sus camisas, teñidas de su sangre, hacían ver que no evitaba la disciplina. Una sola manzana le servía de comida para todo un día y en los más grandes trabajos. Siempre alegre en las adversidades, no parecía más contento más que cuando estaba repleto de injurias”.

Dio a las Hijas de la Sabiduría un programa de vida espiritual basado en la renuncia (citando a Jesús):

Llevad en pos de mí, todos los días, vuestra cruz de la contradicción, de la persecución, de la renuncia, del desprecio, etc. (…) Vosotros seréis verdaderamente bienaventurados, si el mundo os persigue injustamente, oponiéndose a vuestros planes, aunque fueren buenos, juzgando mal vuestras intenciones, calumniando vuestra conducta, arrebatando injustamente vuestra reputación o vuestra fortuna”. (8)

"La mejor prueba de que uno es amado por Dios, –escribe–, es cuando uno es odiado por el mundo y herido de cruz, es decir, la privación de las cosas más legítimas, las oposiciones a nuestras más santas voluntades, las más atroces injurias o las persecuciones y malas interpretaciones por parte de las personas mejor intencionadas y de nuestros mejores amigos, las enfermedades que menos queremos, etc. ¡Ah! Si los cristianos supieran el valor de las cruces, cuánto harían para encontrar una."

Sus sufrimientos

“Tal era el plan de la Providencia: toda la vida de Monfort, tomando ejemplo de la de su Maestro, no fue sino un camino de cruz”, escribe el Padre Le Crom.

San Luis María vio muy seguido levantarse las hostilidades en contra de él. Sus detractores esparcían sobre él diversos rumores, por lo que fue víctima de juicios y decisiones injustas por parte de sus superiores, quienes estaban indispuestos a considerarlo.

“Era raro encontrar, entre los siervos de Dios, a un hombre tan ofendido como él, tan humillado, tan calumniado, y al mismo tiempo tan heroico en la paciencia”. (9)

¿Podremos averiguar las causas de estas dificultades sufridas por este santo, al margen de la Voluntad divina? El Padre de Montfort ha desconcertado a sus contemporáneos. Sus colegas y superiores clérigos tenían grandes dificultades para comprenderlo, debido a que no se ajustaba a las categorías habituales. De hecho, su conducta no era normal. La originalidad y audacia de este santo dio hermoso juego a sus oponentes.

Su influencia, su éxito con las multitudes – éxito comprado a alto precio por una vida de incesante plegaria y de continuas penitencias–- suscitarían celos. Algunos de sus hermanos, viendo a las multitudes acudir a él, se sentían eclipsados y molestados por su presencia.

El Padre de Monfort tuvo adversarios jansenistas y galicanos que buscaban deshacerse de él. Y los libertinos de pensamiento y de costumbres se interponían en su camino para obstaculizar su apostolado:

“Tengo grandes enemigos en mente: todos los mundanos, que estiman y aman las cosas caducas y perecederas, me burlan, me irritan, y me persiguen: todo el infierno ha preparado mi caída, y hará levantarse contra mí todos sus poderes”. (10)

Algunos ejemplos de estas oposiciones.

En 1706, en Poitiers, “el Padre de Monfort inauguraba los ejercicios de un retiro de religiosas dominicas de Santa Catalina, era el primer día cuando recibió del obispado un pliego en el cual, Monseñor de la Poype le ordenaba abandonar de inmediato la diócesis”. (11) Ocho años más tarde, volvió a Poitiers: “Los viejos rencores no estaban olvidados. Advertido de su presencia, el obispo le notificó la orden de retirarse en las próximas veinticuatro horas”. (12)

En Pontchâteau quiso realizar el sueño de su corazón: erigir una Cruz de Triunfo, dibujar un calvario inmenso:

Durante más de un año, cientos de trabajadores de todas las clases, de todas condiciones, de casi todos los países, se aplicaron a este trabajo:, hacer surgir una colina que tendría a la Cruz en lo alto, a fin de que fuera venerada y vista desde lejos. Este sería un triunfo sin precedente; fue una humillación sin igual. La noche anterior al día en el que sería bendecido el monumento, ya que toda la multitud cristiana se había juntado por todos lados, una orden del rey influenciada por envidiosos, canceló la ceremonia y mandó destruir todos los trabajos. Al día siguiente, el santo misionero, indignamente traicionado y denunciado por uno de sus colaboradores, recibió del obispo la orden de abandonar todo ministerio de la diócesis”. (13)

Una vez más, la cruz se clavó profundamente en el corazón de San Luis María.

Fue entonces a hacer un retiro con los jesuitas. El padre de Préfontaine nos dejó en una carta el relato de la visita:

Esta paz, esta tranquilidad, esta ecuanimidad, que nunca negó durante ocho días, me sorprendió; lo admiraba. Esto que había visto y que supe de él, me hizo mirarlo como un gran hombre de bien. Pero esta paciencia, esta sumisión a la Providencia en una ocasión tan delicada como en la que se encontraba, la serenidad, incluso la alegría que se aparecía en su cara, a pesar de haber recibido un golpe tan duro, me hicieron mirarlo como un santo, me inspiraron sentimientos de respeto y de veneración por su virtud, que siempre conservé desde entonces y que tendré hasta la muerte”.

En Chevrolière, cerca de Nantes, mientras que el santo predicaba en el púlpito, el cura lo humilló públicamente, diciendo a los fieles que no había que perder el tiempo escuchando a aquel hombre. Después de eso, escribe el padre des Bastières, su colaborador; “él vino a buscarme y me dijo: ‘Cantemos el Te Deum, para agradecer a Dios por la hermosa cruz que tuvo a bien de enviarnos; tengo tanta alegría que no sé cómo expresar’. La victoria estaba asegurada por la cruz. "En efecto, –añade– , nunca vi en ninguna otra misión tan gran número de pecadores convertidos”.

En 1713, el padre de Montfort llegó a la diócesis de Avranches y encontró al obispo. Éste le dice de inmediato:

No solamente no os permito predicar en mi diócesis, sino que tampoco os permito decir la Misa; el más grande favor que podéis hacerme es marcharos cuanto antes”.

En la Rochelle, el demonio no pudo soportar a este formidable oponente que le arranca sus presas. Los libertinos quisieron hacerlo desaparecer, los calvinistas, furiosos por las conversiones que hacía de sus adeptos, se vengaron haciéndolo beber un veneno. Por la intervención de Dios que protegió a su siervo, los asesinos no lograron matarlo; pero tal veneno le afectó definitivamente la salud y le aceleró la muerte. Murió a los 43 años, fatigado por los sufrimientos.

Esta es la vida de este eterno desterrado, burlado, ultrajado, expulsado del ministerio, rechazado sucesivamente de varias diócesis. Y ahora canonizado con “brillo”. Los siglos pasan y San Luis María nos sigue pareciendo grande. Pidámosle un poco de sus heroicas virtudes.

Escrito por el Padre Hervé Gresland, Fraternidad Sacerdotal San Pío X - Artículo de Le Rocher ,n° 100, abril-mayo 2016.


Notas

(1) Así es como Monseñor Lefebvre calificaba a San Luis María en el prefacio del libro indicado en la siguiente nota.

(2) Marie-Claire et François Gousseau, Saint Louis-Marie, Mame, 1963.

(3) Sobre las misiones de San Luis María, que se refieren al artículo “Las misiones montfortianas” que aparece en Le Rocher, n° 76, abril-mayo 2012.

(4) La de los Padres de la Compañía de María, dedicado a la predicación de misiones, y la de las Niñas de la Sabiduría, destinadas al servicio de los pobres en los hospitales y las escuelas.

(5) Saint Louis-Marie Grignon de Montfort, textos selectos y presentados par Raymond Christoflour, en Ies Editions du soleil levant, 1957.

(6) M.-C. et F. Gousseau, op. cit.

(7) Cita del R. P. Louis Le Crom: Saint Louis-Marie Grignon de Montfort, Clovis, 2003. Las citas sin referencia son tomadas de este libro.

(8) Obras completas, p. 796.

(9) Op. cit., Le Crom, p. 608.

(10) Carta a los habitantes de Montbernage.

(11) Op. cit., Le Crom p. 209.

(12) Ibid., p. 420.

(13) R. P. B. M. Morineau, Saint Louis-Marie Grignon de Montfort, Flammarion, 1947