Si no hacéis penitencia, todos pereceréis

En este artículo hablaremos de: los fundamentos del precepto divino de la penitencia, la extensión del precepto eclesiástico de la penitencia, lo que se debe pensar acerca de las últimas modificaciones de la disciplina eclesiástica sobre esta materia y lo que tenemos que hacer en la práctica.

Si en el vocabulario cristiano hay una palabra que nos suena un poco desagradable, es la palabra penitencia. La mortificación no ha sido nunca una palabra publicitaria y hoy menos todavía. Inmersos en un mundo materialista y hedonista, nos cuesta mucho creer que aún nos sea necesaria la penitencia. Nos parece una noción del pasado, y aún más cuando vemos las disposiciones oficiales de la jerarquía de la Iglesia, que parecen mitigar la obligación del ayuno y la abstinencia.

1. EL PRECEPTO DIVINO DE LA PENITENCIA

Como en todo lo que concierne a la práctica y a la disciplina de la Iglesia, no nos importa para nada el juicio que el mundo da sobre este tema. En realidad, lo primero que tenemos que consultar es la Revelación divina.

1.1 En el Antiguo Testamento

Al bajar Moisés de la montaña para comunicar la ley divina, le pidió al pueblo que hiciese penitencia POR sus crímenes de idolatría y de ingratitud (Ex 32, 30). Incluso vemos que más tarde Dios mismo se reservó un día para la penitencia: el día de la expiación, y dijo que «el que ese día no se afligiese, sería borrado de en medio de su pueblo» (Lv 23, 29).

¿Cómo no recordar aquí la misión que recibió de Dios el profeta Jonás para los habitantes de Nínive: «De aquí a cuarenta días, Nínive será destruida» (Jon 3, 4). A esto respondió el decreto del rey: «Hombres y animales, bueyes y ovejas, no probarán bocado, no comerán nada ni beberán agua. Cúbranse de saco hombres y animales y clamen a Dios fuertemente, y conviértanse cada uno de su mal camino y de la violencia de sus manos» (Jon 3, 7-8). Y al final, perdonó a la ciudad (Jon 3,10). Incluso Nuestro Señor hizo el elogio de esta penitencia de los ninivitas: «Los ninivitas se levantarán el día del juicio contra esta generación y la condenará, porque hicieron penitencia a la predicación de Jonás y hay aquí algo más que Jonás» (Mt 12, 41).

Por último, para acabar esta ojeada rápida al Antiguo Testamento, citemos las palabras del profeta Joel que la liturgia pone con gusto en nuestros labios durante la cuaresma: «Convertíos a Mí de todo corazón en ayuno, en llanto y en gemidos. Rasgad vuestros corazones, no vuestras vestiduras, y convertíos a Yahvé, vuestro Dios... Entre el pórtico y el altar oren los sacerdotes, ministros de Yahvé y digan: Perdona, ¡oh Yahvé!, a tu pueblo y no des al oprobio tu heredad» (Jl 2, 12-13, 17).

1.2 En el Nuevo Testamento

No pensemos que la penitencia era sólo una de esas prácticas de la Antigua Ley que fueron abrogadas por el divino Maestro. Antes de comenzar su ministerio, Jesucristo mismo practicó el ayuno durante 40 días y 40 noches (Mt 4, 2), ayuno que recomendó como medio para luchar contra el demonio: «Esta raza no puede ser lanzada sino por la oración y el ayuno» (Mt 17, 21), y no deja de determinar las condiciones que le dan a la penitencia todo su valor ante Dios y no ante los hombres: «Cuando ayunéis no aparezcáis tristes como los hipócritas... Tú cuando ayunes, úngete la cabeza y lava tu cara...» (Mt 6, 16-18).

En realidad, Jesucristo nos habla de una práctica necesaria para la salvación: «Yo os digo que, si no hacéis penitencia, todos igualmente pereceréis» (Lc 13, 3-5). Es una disposición fundamental del cristianismo auténtico: hacer penitencia por los pecados.

Prueba de ello es la práctica de la Iglesia primitiva, que se dio desde el principio a las prácticas de penitencia: «Mientras celebraban la liturgia en honor del Señor y guardaban los ayunos...» (Hch 13, 2). Antes de toda decisión importante, la oración y el ayuno eran imperativos: «Les constituyeron presbíteros en cada iglesia por la imposición de las manos, orando y ayunando, y los encomendaron al Señor...» (Hch 14, 23). ¡Cuántas veces el Apóstol de las naciones hará mención de sus vigilias y ayunos como otros tantos títulos de gloria! (2 Co 6, 5; 11, 27).

1.3 En los Padres de la Iglesia

Esta predicación tan evangélica no podía dejar de hallar eco en los Padres de la Iglesia. Podemos citar el De jejuniis (Sobre los ayunos) de Tertuliano, o el De jejunio (Sobre el ayuno) de San Basilio y otras muchas homilías en las que se detallan las prácticas de penitencia de Cuaresma. Pero veamos cómo san Agustín nos resume su pensamiento: «El ayuno purifica el alma, eleva el espíritu, sujeta la carne al espíritu, da al corazón contrición y humildad, disipa las tinieblas de la concupiscencia, extingue los ardores del placer y enciende la luz de la castidad» (Sermón 73).

1.4 Santo Tomás de Aquino

Dejemos que santo Tomás nos defina el triple efecto que hace al ayuno el acto de la virtud de abstinencia: «para reprimir las concupiscencias de la carne... para que la mente se eleve a contemplar las cosas sublimes... para satisfacer por los pecados...» (II-IIae, cuest. 147, art. 1, corp.). Cosa que confirma San Pío X en su Catecismo: «El ayuno sirve para disponernos mejor a la oración, para hacer penitencia de los pecados cometidos y para preservarnos de cometer otros nuevos» (nº 497).

2. Precepto eclesiástico de la Iglesia

Después de haber establecido en la primera parte la existencia de un precepto divino de la penitencia, ahora vamos a estudiar el precepto eclesiástico correspondiente.

2.1 ¿La Iglesia tiene derecho a determinar el precepto divino?

Leamos lo que dice santo Tomás:

1.- Recuerda, en primer lugar, el precepto divino: «El ayuno es útil para borrar y reprimir la culpa, y para elevar la mente hacia las cosas espirituales. Todos, por motivo natural, están obligados a practicar el ayuno en la medida que les es necesario para los motivos ya mencionados, de modo que el ayuno en general cae bajo el precepto de la ley natural» (II-IIae, cuest. 147, art. 3, corp.).

2.- Luego demuestra la legitimidad del precepto eclesiástico correspondiente: «Pero la determinación del tiempo y del modo de ayunar según la conveniencia y la utilidad del pueblo cristiano cae bajo el precepto del derecho positivo que ha sido instituido por la jerarquía de la Iglesia» (id.). Como la penitencia es necesaria para la casi totalidad de los hombres por culpa de las pasiones, la Iglesia determina la aplicación concreta: «Dado que la multitud de los hombres necesita en general de este remedio, y porque “todos delinquimos en muchas cosas” (Stg 3, 2), y porque “la carne tiene tendencias contrarias a las del espíritu” (Gl 5, 17), fue conveniente que la Iglesia estableciese algunos ayunos que todos deben ordinariamente guardar... y de este modo obra determinando lo que es normalmente necesario» (id. ad 1).

3.- Por supuesto, la ley eclesiástica de la penitencia, como toda ley humana, admite impedimentos y dispensas: «Los preceptos comunes se establecen según que convienen a la multitud, y por eso, cuando el legislador los establece mira lo que conviene en general y lo que suele ocurrir. Si por alguna causa especial se halla algo que se oponga a lo que marca la observancia de lo establecido, en tal caso la intención del legislador no es la de obligar a que se guarde lo establecido» (II-IIae, cuest. 147, art. 4, corp. y ad 1).

2.2 Determinaciones concretas de la Iglesia.

Esta doctrina es la que funda las disposiciones del Derecho Canónico de la Iglesia que estaban contenidas en ciertos cánones.

Primero se definían los términos empleados:

¿Qué es la abstinencia? «La ley de la abstinencia prohibe comer carne y caldo de carne, pero no prohibe comer huevos, lacticinios y cualesquiera condimentos, aunque sean de grasa de animales» (c. 1250).

¿Qué es el ayuno? «La ley del ayuno prescribe que no se haga sino una sola comida al día; pero no prohibe tomar algún alimento por la mañana y por la tarde, con tal que se observe, respecto de la cantidad y la calidad, la costumbre aprobada en cada lugar» (c. 1251).

Una vez definidas estas palabras, el Derecho Canónico pasa al detalle de la obligación eclesiástica. «La ley de la sola abstinencia se ha de observar todos los viernes del año» (c. 1252, §1). La ley de la abstinencia y del ayuno, modificada por la Constitución apostólica Pænitemini, del 17 de febrero de 1966, debe guardarse el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo (c. 1252, §2). Estos ayunos y abstinencias desaparecen en caso de ocurrencia con una fiesta de precepto (c. 1252, §4).

Si estas disposiciones del Código de 1917 no cambian en nada los privilegios e indultos particulares o generales (c. 1253), la práctica fue cambiando durante este siglo. Así, se puede leer lo siguiente en El Mensajero del Corazón de Jesús del 1º de agosto de 1951: «Desde el 31 de diciembre de 1950 cesó el antiguo “Indulto para la América Latina e Islas Filipinas” y rige el Decreto para la S. C. del Concilio dado desde el 28 de enero de 1949». Esta disposición fue confirmada por la Constitución apostólica Pænitemini (nº 5): «Abrogados todos los privilegios e indultos, ora generales, ora particulares, estas normas no cambian nada en los votos de cualquier persona física o moral ni en las constituciones y reglas de cualquier Religión o Instituto aprobado».

Finalmente, el Código de 1917 definía a las personas a las que se aplican estas disposiciones: la abstinencia a «cuantos hayan cumplido los 7 años de edad» (c. 1254 §1) y el ayuno a «todos desde que han cumplido 21 años de edad hasta que hayan comenzado el 60º» (c. 1254 §2).

Como vemos, la disciplina de la Iglesia en esta materia era clara y determinada; se sabía lo que era el ayuno y la abstinencia, a partir de qué edad y en qué días obligaba y cuáles eran los legítimos motivos de dispensa.

3. Últimas modificaciones de la disciplina de la penitencia

3.1 Una ley vaga

Si pasamos ahora a la nueva legislación publicada por el Código de Derecho Canónico de 1983, lo primero que advertimos son las siguientes diferencias:

Se menciona la penitencia como una obligación de todos los cristianos (nc. 1249).

Se recuerda que los tiempos de penitencia de la Iglesia universal son los viernes del año y el tiempo de Cuaresma (nc. 1250).

La abstinencia de carne o de otro alimento decretado por la Conferencia Episcopal se extiende a todos los viernes del año salvo que caiga en una solemnidad (nc. 1251). Advirtamos los dos cambios: se pasa de la abstinencia de carne a la de carne o de «otro alimento» y de las fiestas de precepto a «una solemnidad».

El ayuno y la abstinencia se mantienen el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo (nc. 1251). En esto no hay cambios.

La abstinencia obliga «a todos los que han cumplido 14 años de edad» y el ayuno «a todos los mayores de edad (18 años) hasta que hayan cumplido los 59 años» (nc. 1252). Advirtamos que la abstinencia obliga sólo a partir de los 14 años, pero que el ayuno sigue al cambio de mayoría de edad en el Código de 1983 y empieza a obligar a los 18 años.

3.2 ¡La penitencia que quieras!

Pero ¡cuidado!, como dice el viejo adagio, In cauda venenum: El veneno está en la cola. Para darnos cuenta del espíritu de estas modificaciones, hay que leer atentamente el último canon del Código que trata de este tema: «La Conferencia Episcopal puede determinar con más detalle el modo de observar el ayuno y la abstinencia, así como substituirlos en todo o en parte por otras formas de penitencia, sobre todo por obras de caridad y prácticas de piedad» (nc. 1253).

Concretamente, leamos algunas decisiones de la Conferencia episcopal de España, del 1º de enero de 1967. Al ser anteriores al Código de 1983, son la aplicación de la Constitución Apostólica Pænitemini, que este mismo Código cita literalmente en el canon 1253.

Es verdad que el primer párrafo recuerda que el ayuno y la abstinencia obligan el Miércoles de Ceniza y el Viernes Santo, pero en el segundo párrafo dice: «Los demás viernes del año que no sean fiestas de precepto son también días de penitencia. Pero la abstinencia de carne, impuesta por la ley general, puede sustituirse, según libre voluntad de cada uno de los fieles, por cualquiera de las varias formas de penitencia recomendadas por la Iglesia, como son: a) ejercicios de piedad y oración, preferentemente en familia o en grupo (p. ej., la participación en la santa misa, lectura de una parte de la Sagrada escritura o vidas de santos, el rezo del rosario y otros); b) mortificaciones corporales (ayuno, privaciones voluntarias en la comida o en la bebida, en el fumar, en la asistencia a espectáculos, abstención de manjares costosos o muy apetecibles, etc.); c) obras de caridad (visita de enfermos o atribulados, limosnas, etc.)». Y el tercer párrafo empieza así: «La cuantía de la limosna y de las demás acciones penitenciales se deja a la conciencia de cada uno»...

Al examinar las decisiones de las demás Conferencias episcopales, llegaremos a esta misma conclusión: ¡se puede hacer la penitencia que a uno le dé la gana! Se puede ayunar o no, hacer abs­­tinencia o dar limosna, visitar a los atribulados o no fumar, hacer limosna de $1 o de $100.

Se puede, sí, pero ¿qué pasa de hecho?

Pues, que no se hace penitencia.

Y el que no hace nada en esta materia va contra la palabra de Nuestro Señor Jesucristo: «Yo os digo que, si no hiciereis penitencia, todos igualmente pereceréis» (Lc 13, 3-5).

3.3 ¿Dónde están los medios para la penitencia?

Poco importan las consideraciones espirituales que abundan en este nuevo Código de Derecho Canónico y en las decisiones de las Conferencias episcopales sobre la necesidad, la utilidad y lo hermosa que es la penitencia. Lo que necesita ante todo el pueblo cristiano es saber cuándo tiene que hacer penitencia.

El Magisterio recuerda la necesidad de la penitencia como un punto de la doctrina de la Iglesia y la Disciplina determina lo que todos tienen que hacer para cumplir con este precepto divino.

De este modo, el Magisterio de la Iglesia recuerda la necesidad de comulgar dignamente según la enseñanza de san Pablo (1 Cor. 11, 27-29) y su Disciplina determina la duración del ayuno eucarístico requerido para poner en práctica la orden del Apóstol.

Así, el Magisterio de la Iglesia nos recuerda el deber de santificación del día del señor y su Disciplina determina que hay que santificarlo con la asistencia a la Santa Misa y con la abstención de toda obra servil.

Como explica Santo Tomás, el fin de la ley no cae bajo la ley (I-IIae, cuest. 100, art. 9 y 10; II-IIae, cuest. 44, art. 1, ad 1).

¿Qué diríamos de un código de circulación que se limitase a recordarnos qué grande es la seguridad, que tenemos que respetar la vida del prójimo y la utilidad del orden en todas las cosas (fin de la ley), dejando a todos la libertad de circular por la derecha o por la izquierda, detenerse en un alto o no, tener un auto con o sin frenos (medios para obtener el fin)?

La situación actual es, pues, trágica, porque la autoridad ya no determina hoy lo que hay que hacer para cumplir con el precepto divino de la penitencia. En realidad sólo queda una apariencia de ley.

4. ¿Qué hacer?

Estando así las cosas, ¿podemos dispensarnos de toda penitencia? ¿Estamos dispuestos a esperar la hora de nuestro juicio particular para responderle al Juez Supremo: «Señor, no hice ninguna penitencia porque sólo había una apariencia de ley»?

Cuando la ley tiene apariencias de dudosa, se tiene que mantener, en cuanto sea posible, el espíritu de la ley anterior. Por esto, tenemos que sujetarnos por lo menos a la ley común más universal anterior a la confusión actual:

1.- La abstinencia de carne todos los viernes del año.

2.- El ayuno y la abstinencia del Miércoles de Ceniza y del Viernes Santo.

Al cumplir esta ley que ha sido santificada por el uso multisecular, no nos costará cumplir el precepto divino de la penitencia, incluso en un tiempo en el que la disciplina eclesiástica está a oscuras.