Sobre la devoción al Sagrado Corazón
El 16 de junio de 1675, le dijo Jesús a Santa Margarita María de Alacoque:
Yo te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor omnipotente concederá a todos aquellos que comulguen nueve Primeros Viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final: No morirán en desgracia mía, ni sin recibir sus Sacramentos, y mi Corazón divino será su refugio en aquél último momento".
Las doce promesas del Sagrado Corazón
- Les daré todas las gracias necesarias para su estado de vida.
- Le daré paz a sus familias.
- Las consolaré en todas sus penas.
- Seré su refugio durante la vida y sobre todo en la hora de la muerte.
- Derramaré abundantes bendiciones en todas sus empresas.
- Los pecadores encontrarán en mi Corazón un océano de misericordia.
- Las almas tibias se volverán fervorosas.
- Las almas fervorosas harán rápidos progresos en la perfección.
- Bendeciré las casas donde mi imagen sea expuesta y venerada.
- Otorgaré a aquellos que se ocupan de la salvación de las almas el don de mover los corazones más endurecidos.
- Grabaré para siempre en mi Corazón los nombres de aquellos que propaguen esta devoción.
- Yo te prometo, en la excesiva misericordia de mi Corazón, que su amor omnipotente concederá a todos aquellos que comulguen nueve Primeros Viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final: No morirán en desgracia mía, ni sin recibir sus Sacramentos, y mi Corazón divino será su refugio en aquél último momento.
Doble fin de esta devoción
Este fin es doble, y en él se propone: por una parte, devolver al corazón de Jesús, amor por amor; por otra, ofrecerle una reparación por los ultrajes que recibe, principalmente en el sacramento de su amor. Uno de los fines de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es devolver a este Corazón Sagrado, amor por amor, porque este Divino Corazón nos ha amado y nos ama siempre más de lo que puede decirse y más allá de todo lo que puede imaginarse.
Desde el primer instante en que ha comenzado a palpitar, no ha cesado un sólo momento de pensar en nosotros y de amarnos, aunque fuésemos sus enemigos, y supiese de antemano el poco caso que la mayoría haría de su amor. Sin embargo, este amor ¿hasta dónde no lo ha llevado? Lo sabemos: no se ha limitado a enseñarnos, con sus discursos y sus ejemplos, en el camino del cielo; ha querido rescatarnos Él mismo esta herencia que habíamos perdido.
Y ¿a qué precio? Lo sabemos también: una sola súplica, y un sólo suspiro le habría bastado para apaciguar la cólera de Dios y satisfacer a su justicia; pero esto no era bastante para su amor. Y porque había dicho un día que la prueba del más grande amor estaba en dar la vida, ha querido suministrarnos esta prueba, y ha dado la suya.
Y ¿cómo la ha dado? A continuación y en medio de los más horribles suplicios, muriendo en una cruz entre ladrones. Por último, como al dar su vida por nosotros, no quería, sin embargo, abandonarnos y dejarnos huérfanos, después de haber sido para nosotros un padre tan cariñoso, instituyó el Sacramento de la Eucaristía, por medio del cual permanece en medio de nosotros, rogando sin cesar, continuando su ofrecimiento a Dios, su Padre, a cada instante, por nuestra salvación, y llamándonos a Él para alcanzarnos sus gracias, consolarnos en nuestras penas, fortificarnos en nuestras debilidades, ilustrarnos en nuestras dudas y alimentar nuestras almas con su propia sustancia.
He aquí cómo el Corazón de Jesús nos ha amado; he aquí cómo él nos ama; he aquí cómo ama a todos los hombres que existen en la tierra; he aquí cuál es su amor particular por cada uno de nosotros.
Pues bien, supongamos que sea un hombre quien nos ama así; supongamos que sea un amigo, un hermano, quien haya hecho por nosotros lo que Jesús, y aun mucho menos: ¿no pensáis que nuestro deber es devolverle amor por amor, y que seremos horriblemente ingratos obrando de otra manera? Luego, si nuestro deber es devolver amor por amor a un hombre que nos haya amado y hecho mucho bien, cuanto más no estamos obligados a devolver amor por amor al Corazón de Jesús, que nos ha amado y hecho más bien que el que no podrían hacernos todos los hombres reunidos.
Ahora bien, uno de los fines de la devoción al Corazón de Jesús es precisamente hacernos corresponder a este divino Corazón, AMOR POR AMOR. ¿Qué más justo, qué más moral, qué más tierno? Y aún cuando esta devoción no se recomendara por ninguno otro título, ¿no sería éste suficiente para hacérnosla abrazar con la mayor diligencia? Ah, sí, cristianos, seamos devotos del Sagrado Corazón de Jesús, y amémosle con todo el ardor de nuestro propio corazón. Nunca lo amaremos bastante, nunca lo amaremos demasiado hagamos lo que hagamos, porque jamás nuestro amor podrá igualar al suyo. Hagamos, por lo menos, lo que podamos, dándole nuestro corazón, que por lo demás, Él nos lo pide de una manera tan tierna cuando nos dice: Hijo mío, dame tu corazón. Pero démoselo de una manera muy completa y sin reservas, para que sea el dueño para siempre.
El segundo fin, pero quizás el principal, de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es reparar todos los ultrajes que este divino Corazón ha recibido y continua recibiendo, principalmente en el Sacramento de la Eucaristía, llamado también el sacramento de su amor. Porque es incomprensible que los hombres, amados por el Corazón de Jesús como lo han sido, y como lo siguen siendo siempre, hayan podido llevar la ingratitud, la dureza y la insolencia respecto de Él, hasta el punto de desconocer, de desdeñar, de despreciar y de negar su amor. Sin embargo, esta monstruosidad es tan común que se ve por todas partes a donde se dirija la mirada. Los herejes, en efecto, niegan resueltamente que Jesucristo haya sido bastante bueno para dársenos en la Eucaristía, y para mostrar bien cuáles son sus sentimientos respecto de Él, no hay ninguna clase de tratamiento ignominioso que no hayan infligido a las santas hostias consagradas. Los cristianos impíos, sin negar de una manera absoluta el sacramento del amor de Jesús, lo menosprecian, lo ridiculizan y se burlan de él.
La masa de cristianos indiferentes lo desdeña y no se toma el trabajo de pensar en ello. Por último, cuántos cristianos, aún entre los que practican la religión, permanecen fríos por Jesús sacramentado no asistiendo a la mesa santa (comulgatorio) más que cuando la Iglesia les obliga, bajo pena de pecado mortal, y no se molestan nunca para ir a sus pies a ofrecerle sus homenajes, y pedirle las gracias que les tiene reservadas, y que desea conceder para ayudarles a conseguir su salvación. Ah, cómo una tal frialdad, una parecida indiferencia, un olvido semejante deben ser crueles al Corazón tan tierno de Jesús. Pero esta negra ingratitud de los hombres hacia el Corazón de Jesús, ¿no es apropiada para inspirar grandes sentimientos a las almas rectas y sinceras?
¿No es verdad que, en su dolor indignado, deben sobre todo sentir la necesidad de pedir perdón al Corazón de Jesús por los culpables, y de amarlo doblemente, para indemnizarlo por el amor negado por tantos desgraciados ingratos?
Pues bien, esta necesidad de reparación encuentra justamente satisfacción en la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que tiene por objeto honrar lo más que se pueda y consolar a este divino Corazón. Esta necesidad es, por otra parte, un deber. Si se ultrajara a un amigo, a vuestro hermano, a vuestro padre ¿no os creeríais obligados a compartir su dolor, a tomar en ello parte, y al mismo tiempo, ensayar dulcificárselo por un aumento de ternura y de afección? Pero Jesús ¿no es para nosotros a la vez un amigo, un hermano, un padre, y más que esto todavía, nuestro Criador, nuestro Salvador y nuestro Dios? Qué obligación no tenemos, por consiguiente, para afligirnos con Él por sus penas, para compensar por un mayor amor la criminal indiferencia de los hombres, y para reparar con adoraciones más profundas los ultrajes de que está lleno su divino Corazón.
Veamos pues cómo ésta obligación de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús, es tan justa y tan santa en sus fines, y cómo debe sernos preciosa, puesto que practicándola cumplimos no sólo con los deberes que tenemos de dar testimonio del amor que profesamos al Corazón de Jesús, sino que, también, cumplimos con nuestro particular deber de reparar las injurias que recibe de los pecadores.
D’Hauterive (Tomado de La suma del predicador, tomo 9).