11° domingo después de Pentecostés - reflexión espiritual
Reflexión espiritual sobre los textos litúrgicos del 11° domingo después de Pentecostés.
“Voy a poneros a la vista el Evangelio que os he predicado, que vosotros habéis recibido, en cuya creencia permanecéis y por el cual os habéis de salvar” (I Cor. 15, 1)
Este Evangelio puesto a la vista, ¿será un objeto muy consolante para todos los cristianos? ¿Les asegurará contra los espantos de la muerte?... y próximos ya a ir a dar cuenta a Dios, ¿hallarán todos en este libro de salud con qué justificar su conducta? ¡Ah! Poner ante los ojos de un mundano que muere, de un religioso tibio imperfecto que ha recibido los últimos Sacramentos, poner a la vista de un libertino que expira este Evangelio, regla suprema de las costumbres, conforme al que debemos ser juzgados; en cuyos preceptos y máximas se halla todo lo que se necesita para instruir nuestro proceso, del cual depende en algún modo nuestro destino eterno; ¿no es anunciarle su triste suerte, ponerle a la vista el decreto de su condenación, lanzarle en la desesperación, adelantar su suplicio?
Apártanse los ojos de este Evangelio durante la vida porque no se quieren obedecer sus mandamientos, ni seguir sus consejos, ni arreglar las costumbres a sus máximas; apenas se mira ya el Evangelio en el mundo más que como unos antiguos derechos de la Religión, títulos añejos que ha derogado la costumbre, que no tienen ya fuerza de ley sino entre un pequeño número de elegidos, que apenas tienen vigor más que en el claustro.
El espíritu del mundo ha sustituido en su lugar las máximas del todo contrarias, leyes absolutamente opuestas, costumbres perniciosas que tienen lugar de leyes. Diríase en el día de hoy que la irreligión ha prescrito hasta este punto el desenfreno; y la corrupción de las costumbres ha prevalecido sobre la santidad del Evangelio. Casi no se avergüenzan ya del vicio, aún en medio del Cristianismo: la indevoción, la mala fe, la venganza, la impureza, la ambición, pasan hoy por así decirlo, por costumbres del siglo. El vicio lo ha inundado todo, ¿y nos extrañamos que aguas tan corruptas infecten el aire y causen tantas enfermedades contagiosas? Se trata más bien de entretenernos y adormecernos que de curarnos. De aquí los juegos, los espectáculos profanos, los bailes, las comedias, las diversiones enteramente paganas, que parece han ocupado ya el lugar de los ejercicios de Religión. El tiempo que la codicia no absorbe, se destina a los placeres. ¿Qué pruebas de Religión dan hoy tantos jóvenes libertinos, tantos cristianos ociosos, tantas mujeres mundanas? La modestia, el pudor y la devoción habían formado siempre el carácter y el adorno de un sexo piadoso; ahora parecen formadas de lujo, de licencia y de indevoción.
Compongamos estas máximas tan humildes, tan puras, tan perfectas del Evangelio: abnegación de sí mismo, humildad de corazón y de espíritu, mortificación rígida de los sentidos, victoria continua de las pasiones, piedad perseverante sin artificio, vida inocente sin apariencia, amor de las cruces, ejercicios amados de penitencia, horror de las menores faltas, caridad ardiente, fe generosa e inalterable: compongamos este cuadro con el que cada día trazan nuestras costumbres y nuestra conducta a los ojos de Dios y aún a los de los hombres… ¡Qué oposición buen Dios! ¡Qué desproporción! ¡Qué contraste!
Véase el Evangelio de Jesucristo que hemos recibido, de que hacemos profesión, por el cual nos hemos de salvar, veamos nuestro retrato formado no más que con los colores de nuestros propios vicios. Santidad del Evangelio, corrupción de nuestras costumbres, reglas de perfección, irregularidad e impiedad por nuestra parte… ¡qué oposición más monstruosa y atroz! Y con todo esto se vive en una perfecta seguridad. Recodemos muchas veces la memoria del Evangelio que hemos recibido para comparar los deberes que nos impone con nuestra conducta y los bienes que nos promete con las penas a que nos obliga. No somos tan impíos ni tan ciegos que no las creamos, ¿serenos tan insensatos que creamos en cano, esto es que no arreglemos nuestras costumbres a nuestra creencia?
Fuente: Año Cristiano de Croisset