¿Indiferentes a la nueva misa?

Fuente: Distrito de México

Escena de una misa nueva.

Dos ritos diferentes coexistiendo para la celebración de la misa. Realmente ¿debemos considerarlos a ambos como dos expresiones de una misma cosa? Ciertamente no es una cuestión de gustos: es la fe católica la que está en juego. Recordemos cómo debemos juzgar la misa reformada de 1969.

Muchos problemas se nos resolverían si fuéramos al menos indiferentes a la Nueva Misa. De Roma no nos piden otra cosa. De tantos católicos perplejos por la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, muchos han creído que lo malo del nuevo rito venía sólo de la manera de celebrarlo y peregrinan por las parroquias buscando Padres, siempre escasos, que celebren con piedad y no den la comunión en la mano. Otros, mejor informados, saben que la diferencia no está en los modos del sacerdote sino en el mismo rito y reclaman la Misa tradicional argumentando, con algo de hipocresía, el enriquecimiento que implica la pluralidad de ritos: el nuevo es bueno pero el viejo también ¡mejor entonces los dos!

Aunque en Roma no hay tontos, han dejado correr esta excusa para los grupos tradicionales que se ampararon en la Comisión “Ecclesia Dei”. Es más, a los Padres tradicionalistas de la diócesis de Campos, Brasil, les han permitido quedarse con su rito tradicional aún diciendo que la Misa Nueva es menos buena. Pero en Roma molesta nuestra Fraternidad porque no sólo no dice que es buena, sino que la combate como perversa, inquietando la perplejidad que después de cuarenta años de Concilio tantos católicos no dejan de padecer. Si al menos guardáramos indiferencia —¡que recen los otros como quieran!— de Roma nos ofrecerían dejarnos en paz. ¿Podemos ser indiferentes a la Misa Nueva?

La víspera de su Pasión, habiendo llegado la hora de ofrecer a su Padre el sacrificio redentor, Nuestro Señor hizo un pacto con su Iglesia: Hæc quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis (Acordaos de que he muerto por vuestros pecados, que Yo me acordaré de vosotros en la presencia del Padre). Y como Dios que es, nos dejó el inmenso misterio de la Misa, por la que su Sacrificio permanece siempre vivo, siempre nuevo, permitiéndonos asistir como ladrones arrepentidos: Memento Domine, famulorum famularumque tuarum (Acuérdate de nosotros ahora que estás en tu Reino).

La memoria viva de la Pasión que se renueva por la doble consagración gracias a los poderes del Sacerdocio, la unión misteriosa con la Víctima divina que se realiza por la comunión, es la única vía que tiene el duro corazón del hombre para volver al amor de Dios, porque nada llama tanto al amor como el saberse muy amado, y la Pasión de Nuestro Señor fue la máxima demostración de amor: nadie ama más que aquel que da la vida por su amigo. Por eso la obra de la Redención que Cristo llevó a cabo en la Cruz, no se hace efectiva para nosotros sino gracias al Sacrificio de la Misa.

Ahora bien, así como no cabe indiferencia ante la Cruz de Cristo, tampoco ante el rito que renueva su Sacrificio. Quien no está conmigo está contra Mí, dijo Nuestro Señor, y esta ley se impuso por la Pasión. Puedo pasar al lado de un vendedor si pienso que lo que ofrece no lo necesito; pero no puedo pasar al lado de un hombre herido porque él me necesita a mí. No es patente pecado la indiferencia ante el Jesús de los Milagros, pues puedo decir con San Pedro: aléjate de mí, que soy un pecador; pero es horrible traición decir: no conozco a ese hombre, ante el Jesús Crucificado. Es la Cruz de Nuestro Señor la que nos urge a tomar partido, ¡no me es lícito dejar de lado a Aquél que muere por mis pecados!

El nuevo rito creado bajo Pablo VI para sustituir el bimilenario rito romano de la Santa Misa, ha suprimido el escándalo de la Cruz: evacuatum est scandalum crucis! La intención inmediata que guió la reforma de la Misa fue el ecumenismo: crear un rito suficientemente ambiguo como para ser aceptado por los protestantes más “cercanos” al catolicismo; pero la intención última ha sido suprimir la espiritualidad dolorista de la Cruz, porque su negatividad supuestamente repugna al hombre moderno.

Es asombroso, pero si a nuestra religión le quitamos el escándalo de la Cruz, cesa la persecución y los judíos son los primeros en aceptarnos el diálogo ecuménico. Ya San Pablo señalaba este misterio a los Gálatas, tentados de judaizar creyendo necesario circuncidarse:

Si aún predico la circuncisión, ¿por qué soy todavía perseguido? ¡se acabó ya el escándalo de la cruz!”

Como lo muestra el librito sobre El problema de la reforma litúrgica, de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X, la teología que subyace tras la misa de Pablo VI escamotea la Pasión de Nuestro Señor para quedarse solamente con las alegrías de la Resurrección: supera el Misterio de la Cruz con la nueva estrategia del Misterio Pascual. Se ha vuelto a repetir lo que pasó cuando Jesús anunció por primera vez su Pasión:

Pedro, tomándole aparte, se puso a amonestarle diciendo: No quiera Dios, Señor, que esto suceda” (San Mateo, 16, 22).

Visto con ojos muy humanos, con Cristo resucitado la Iglesia puede entrar en el mercado de este mundo, que se muere por todos lados, con un producto de lujo: la esperanza de resurrección; pero con el Crucificado todos los sermones tienen que empezar como el primero de San Pedro, reprochándole peligrosamente a los poderosos de este mundo: “Vosotros le disteis muerte”(Hechos 2, 23). Pero, ¿cuál fue la reacción de Nuestro Señor ante el cambio de estrategia publicitaria que le proponía su Vicario?

Retírate de mí, Satanás, que tú me sirves de escándalo, porque no sientes las cosas de Dios sino la de los hombres”.

En todos estos años de resistencia a las transformaciones litúrgicas, de entre las filas de los perplejos han salido muchos paladines —bien o mal intencionados, sólo Dios lo sabe— que, echando mano a la buena teología, han defendido que la reforma no es tan mala como la pintamos. Hasta hemos visto publicada una piadosa explicación de la Nueva Misa en la que se hace la historia de los ritos como si nada hubiera pasado entre Pablo VI y San Gregorio Magno.

¡Por qué entonces pataleamos tanto! Pero lo que ha ocurrido es que quedaron perplejos justamente los católicos que no estaban muy al tanto de las corrientes subterráneas de la teología modernista que, aunque condenada y perseguida por los Papas anteriores al Concilio, fue ganando terreno hasta instalarse en el Vaticano gracias al apoyo de Juan XXIII y Pablo VI.

El pensamiento que ha guiado las reformas, en su raíz y en su coherencia interna, es verdaderamente satánico, ¡ay, no exageramos! Es cierto que los materiales con los que se construyó el nuevo rito provienen, en su mayor parte, de la demolición del antiguo; y por eso, ante una mirada superficial ‒¡muy superficial!‒ parecen semejantes: acto penitencial, lecturas, repetición de las palabras de Cristo, comunión, bendición final, todo en castellano y con más lío, pero, en fin, ¿acaso es tan distinto?

Sí, es totalmente distinto. Si tantos católicos que bautizamos con el insultante pero merecido título de “línea media”, vieran claramente cómo es y por qué el rito de la Misa Nueva, dejarían ciertamente la indiferencia bajo la que se han escudado, para sumarse al clamor porque los altares de nuestras iglesias vuelvan a ser Calvarios.

El librito sobre la Reforma que mencionamos, muestra compendiosamente cuál es la teología que anima la Nueva Misa. El primer (satánico) principio es que Dios, siendo inmutable, no recibe daño por nuestros pecados, de manera que por más que pequemos no dejamos de ser hijos queridos, y basta que nos arrepintamos para que todo quede olvidado, sin exigirnos reparación ni satisfacción alguna por daños y perjuicios.

Es muy interesante; imagínense un banquero con capital infinito: basta que le pidamos perdón y nos quedamos con lo robado, porque en sus cuentas nunca aparece la sustracción. Este pequeño sofisma hace desaparecer de inmediato la necesidad de la Cruz —y también de la misma Encarnación—, porque el Verbo se hizo hombre y murió por nosotros para reparar por nuestros pecados. El rito tradicional está profundamente marcado por la deuda de justicia que tenemos con Dios, es una liturgia de publicanos siempre necesitados de redención:

¡Oh Dios, ten compasión de mí, que soy un pecador!” (San Lucas, 18, 13).

El nuevo rito, en cambio, ha quitado todas las expresiones con finalidad propiciatoria, considerando que los fieles, después de pedir el perdón inicial, ya quedan santificados, pudiendo hacer suya la oración del fariseo: “¡Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres!” El que mira el nuevo rito con temor de verlo malo, puede fácilmente negar esta intención, porque la liturgia no predica su doctrina en lenguaje científico sino encarnada en gestos e imágenes; pero váyase a los libros de los teólogos que la hicieron y podrá comprobarse con cuánta advertencia han dirigido estos cambios.

Como la pasión y muerte de Cristo pierden sentido si el pecado no exige reparación, se las ha ocultado bajo el concepto de Pascua o “paso”, esto es, la muerte no sería más que el paso a la Resurrección. La consecuencia litúrgica es que la Misa ya no es más un rito sacrificial que renueva el Calvario, sino un doble banquete que anticipa el gozo de los resucitados.

A veces nos cuesta aceptar que haya hasta sacerdotes que no reconozcan la enorme diferencia que hay entre el antiguo rito sacrificial y el nuevo banquete. El rito tradicional tiene una parte preparatoria o ante-misa, que se termina en el Credo, y hay tres partes integrales: el ofrecimiento u ofertorio, la inmolación por la doble consagración y la comunión con la divina Víctima.

"no es muy distinto el manoseo que sufrió Jesucristo en su Vía crucis que el que ahora sufre con la comunión en la mano"

El nuevo rito, en cambio, desarrolla algo absolutamente distinto: consta de dos partes paralelas, la liturgia o “mesa” de la Palabra y la mesa de la Eucaristía, de las cuales la primera no es la menos importante. Ya esto es una novedad absoluta, ¿cómo puede ocurrir que una simple preparación reemplace en importancia a lo que era propiamente la Misa?

Y las tres partes de la liturgia de la Eucaristía ya no son las de un sacrificio, sino las de una comida: presentación de los alimentos, acción de gracias y comida propiamente dicha. ¿Qué tiene de semejante al Santo Sacrificio de la Misa? Sólo los materiales de demolición. Las “palabras de la consagración” ya no son consideradas tales, sino que ahora son sólo el recordatorio de los gestos y palabras de Cristo, por cuya “memoria” se haría objetivamente presente el Kyrios, el Señor de la gloria con sus misterios. A los que han sido formados en la doctrina clásica les resulta muy difícil entender este nuevo lenguaje —lo sabemos por experiencia— y les cuesta creer que se piense el rito de manera tan diversa. Es así que entre nosotros hemos discutido si quitar el Mysterium Fidei de la fórmula de consagración o el tono narrativo invalida o no la transubstanciación, pero para el nuevo rito esta discusión no tiene sentido, pues para él la presencia de Cristo se hace efectiva por otro mecanismo: el poder evocativo del memorial. ¿Cuesta creerlo? Pues para muestra con un botón: en Roma se ha podido considerar válida una anáfora, la de Addai y Mari, sin las palabras de la consagración. Evidente mente, bajo el nombre de Misa nueva o vieja se están entendiendo cosas muy pero muy diversas.

La nueva teología, que no es sino un nuevo disfraz del camaleónico modernismo condenado por San Pío X, toma como instrumento el pensamiento moderno, anti realista y anti metafísico, para reinterpretar la Revelación al gusto del “hombre de hoy”, criatura mitológica inventada por los medios de comunicación. Es así que han pretendido reemplazar la profunda teología sacramental, llevada tan alto por Santo Tomás y canonizada en muchos de sus puntos por el magisterio de la Iglesia, con el confuso simbolismo de los pensadores modernos, que vacía de realidad todos los misterios y los deja flotando en una esfera imaginaria de puros conceptos. Para ella no sólo hay siete signos sacramentales, sino que todo es “símbolo”: Cristo es sacramento, la Iglesia es sacramento, la Escritura, la realidad, todo lo que percibimos se transforma en puro signo de un misterio indefinible.

La realidad de la transubstanciación, de la unión hipostática, del carácter sacerdotal, de la gracia santificante, todo se desvanece ante esta manera de pensar. Y este es el pensamiento que anima la Misa Nueva. Cristo está presente en la asamblea de los fieles, en la Sagrada Escritura, en el ministro que preside, en el Pan Eucarístico, pero todas estas presencias se confunden en una misma, que resulta tan confusa e indefinible que se desvanece: Si Cristo está tanto en el medio, en el libro, en el Padre, en la Hostia, si está en todas partes ¡no está en ninguna! Y ya los fieles no lo encuentran más en las iglesias que en la calle.

El alma de la Nueva Misa es un alma perversa. Los católicos que se esfuerzan en mirar en ella sólo los materiales de demolición, tratando de recomponer en su cabeza la figura del rito tradicional, pueden no percibirla y atenuar los daños que produce su presencia. No se trata, ciertamente, de una sustancia viviente, y hace falta darle vida por cierta comprensión de lo que sus ritos significan. Pero las formas sensibles tienen su fuerza y el hombre no puede resistirse mucho tiempo a ellas. Así como no se puede frecuentar las discotecas sin erosión de la honestidad, tampoco se puede frecuentar un ritual modernista sin desgaste de la fe.

Esto es así al menos para el común de los mortales. Y estamos mirando una sola cara de la moneda, porque hay que tener todavía más en cuenta que los ritos tradicionales son “sacramentales”, es decir, son formas sensibles con un alma santa, que transmiten gracias actuales cuando se los recibe con fe. Cualquier fiel católico puede unirse a la Misa aún a distancia, pero si la Iglesia mandó bajo pecado que cada domingo se asista, es justamente por la eficacia santificadora de sus ritos, que predisponen al alma para unirse más eficazmente al santo Sacrificio. Por haber suprimido el rito tradicional, la fe de los católicos languidece; por haber instalado un ritual modernista se propaga eficazmente —educa más un gesto que un silogismo— un espíritu carismático profundamente contrario al auténtico catolicismo.

No podemos ser indiferentes a la Nueva Misa, no podemos permitir que se suprima la Cruz de Cristo como si nunca nadie hubiera dado muerte a Nuestro Señor. Dice Ratzinger que el “hombre de hoy” no es capaz de entender el sacrificio y hay que hablarle en otro lenguaje. Es completamente falso. Una simple película sobre la Pasión atrajo la gente que ya no va a la iglesia, porque lo único que puede conmovernos es la Sangre de Nuestro Señor.

Cuando pensamos en tantos cristianos que están de banquete ante el Calvario, nos parece sentir la queja de Nuestro Señor:

He llegado a ser un extraño para mis hermanos, un desconocido para los hijos de mi Madre; se burlan de mí los que se sientan a la puerta y me cantan coplas los que beben vino” (Salmo 68).

Sí, no saben lo que están haciendo, tampoco lo sabía demasiado el populacho manejado por los judíos el Viernes Santo, pero no es muy distinto el manoseo que sufrió Jesucristo en su Vía crucis que el que ahora sufre con la comunión en la mano. Católicos, asistir al drama de la Pasión sin reacción ¡es pecado!

No se puede asistir callado a una Misa que pretende ignorar al Crucificado, que canta alegre ante su dolor, que pone las manos sin consagrar en todo lo que hay de más sagrado: sacerdote, altar, misal, sagrario y hasta el divino Cuerpo, todo y por todos es manoseado. ¡Cuántas maldades ha cometido el enemigo en nuestros altares! Pero no cesaremos de luchar hasta que cese la abominación desoladora en los lugares santos.

R. P. Álvaro Calderón

Tomado de la revista "Iesus Christus" Nº 97, correpondiente al bimestre enero/febrero de 2005.