Los doce grados del silencio

Fuente: Distrito de México

La vida interior podría consistir en esta sola palabra: ¡Silencio! El silencio prepara los santos, los inicia, los perfecciona y los consuma. Dios, que es eterno, no dice más que una sola palabra, que es el Verbo. Del mismo modo, sería de desear que todas nuestras palabras digan Jesús directa o indirectamente. Esta palabra, silencio, ¡qué hermosa es!

Hablar poco a las creaturas y mucho a Dios. Este es el primer paso, pero imprescindible, en las vías solitarias del silencio. En esta escuela se enseñan los elementos que disponen a la unión divina. Aquí el alma estudia y profundiza esta virtud, en el espíritu del Evangelio y de la Regla que abrazó, respetando los lugares sagrados, las personas, y sobre todo esa lengua en que tantas veces descansa la Palabra del Padre, el Verbo hecho carne. Silencio al mundo, silencio a las noticias, silencio con las almas más justas: la voz de un ángel turbó a María...

Silencio en el trabajo, en los movimientos. Silencio en el porte; silencio de los ojos, de los oídos, de la voz; silencio de todo el ser exterior, que dispone al alma a entrar en Dios. El alma adquiere grandes méritos por estos primeros esfuerzos en escuchar la voz del Señor. ¡Qué bien recompensado es este primer paso!

Dios la llama al desierto, y por eso, en este segundo estado, el alma aparta todo lo que pudiese distraerla; se aleja del ruido, y huye sola hacia Aquél que es solo. Allí saboreará las primicias de la unión divina y el celo de su Dios. Es el silencio del recogimiento, o el recogimiento en el silencio. 

Silencio de la imaginación. Esta facultad es la primera en llamar a la puerta cerrada del jardín del Esposo; con ella vienen las emociones importunas, las impresiones vagas, las tristezas. Pero en este lugar retirado, el alma dará al Amado pruebas de su amor. Presentará a esta potencia, que no puede ser destruida, las bellezas del cielo, los encantos de su Señor, las escenas del Calvario, las perfecciones de su Dios. Entonces, también ella quedará en silencio, y será la sirvienta silenciosa del Amor divino.

Silencio de la memoria. Silencio al pasado... olvido. Hay que saturar esta facultad con el recuerdo de las misericordias de Dios... Es el agradecimiento en el silencio, es el silencio de la acción de gracias.

Silencio a las creaturas. ¡Oh, miseria de nuestra condición presente! A menudo el alma, atenta a sí misma, se sorprende conversando interiormente con las creaturas, respondiendo en su nombre. ¡Oh, humillación que hizo gemir a los santos! En ese momento el alma debe retirarse dulcemente a las más íntimas profundidades de este lugar escondido, en que descansa la Majestad inaccesible del Santo de los santos, y donde Jesús, su consolador y su Dios, se descubrirá a ella, para revelarle sus secretos y hacerle gustar la bienaventuranza futura. Entonces le dará un amargo disgusto hacia todo lo que no es El, y todo lo que es de la tierra dejará poco a poco de distraerla.

Silencio del corazón. Si la lengua está muda, y los sentidos se hallan en calma, y guardan silencio la imaginación, la memoria y las creaturas, al menos en lo íntimo de esta alma de esposa, el corazón hará poco ruido. Silencio de los afectos, de las antipatías, de los deseos en lo que tienen de demasiado ardiente, del celo en lo que tiene de indiscreto;silencio del fervor en lo que tiene de exagerado... Silencio del amor en lo que tiene de exaltado, no de esa exaltación que tiene a Dios por autor, sino de aquella en que se mezcla la naturaleza. El silencio del amor es el amor en el silencio...

Es el silencio ante Dios, suma belleza, bondad, perfección... Silencio que no tiene nada de molesto ni de forzado; este silencio no perjudica a la ternura y al vigor de este amor, de igual modo que el reconocimiento de las faltas no perjudica al silencio de la humildad, ni el batir de las alas de los ángeles al silencio de su obediencia, ni el fiat al silencio de Getsemaní, ni el Sanctus eterno al silencio de los serafines...

Un corazón en silencio es un corazón de virgen, una melodía para el corazón de Dios. La lámpara se consume calladamente ante el Sagrario, y el incienso sube en silencio hasta el trono del Salvador: así es el silencio del amor. En los grados precedentes, el silencio era todavía la queja de la tierra; en este el alma, a causa de su pureza, empieza a aprender la primera nota de este cántico sagrado que es el cántico de los cielos. 

Silencio de la naturaleza, del amor propio. Silencio a la vista de la propia corrupción, de la propia incapacidad. Silencio del alma que se complace en su bajeza. Silencio a las alabanzas, a la estima. Silencio ante los desprecios, preferencias y murmuraciones; es el silencio de la mansedumbre y de la humildad. Silencio de la naturaleza ante las alegrías o los placeres. La flor se abre en silencio, y su perfume alaba en silencio al creador: el alma interior debe hacer lo mismo. Silencio de la naturaleza en la pena o en la contradicción. Silencio en los ayunos, en las vigilias, en las fatigas, en el frío y el calor. Silencio en la salud, en la enfermedad, en la privación de todas las cosas: es el silencio elocuente de la verdadera pobreza y de la penitencia; es el silencio tan amable de la muerte a todo lo creado y humano. Es el silencio del yo humano transformándose en el querer divino. Los estremecimientos de la naturaleza no pueden turbar este silencio, porque está por encima de la naturaleza.

Silencio del espíritu. Hacer callar los pensamientos inútiles o puramente naturales; sólo éstos perjudican al silencio del espíritu, y no el pensamiento en sí mismo, que no puede dejar de existir. ¡Nuestro espíritu quiere la verdad, y nosotros le damos la mentira! ¡Ahora bien, la verdad esencial es Dios! ¡Dios basta a su propia inteligencia divina, y no basta a la pobre inteligencia humana!

Por lo que mira a una contemplación de Dios inmediata y prolongada, sólo es posible, en la debilidad de nuestra carne, cuando Dios la concede como un puro don de su bondad. El silencio en los ejercicios propios del espíritu consiste entonces, en relación a la fe, en contentarse con su luz oscura. Silencio a los razonamientos sutiles que debilitan la voluntad y desecan el amor. Silencio en la intención: pureza, simplicidad; silencio a las búsquedas personales; en la meditación, silencio a la curiosidad; en la oración, silencio a las propias operaciones, que sólo obstaculizan la obra de Dios. Silencio al orgullo que se busca en todo, siempre y en todas partes; que quiere lo bello, el bien, lo sublime; es el silencio de la santa simplicidad, del desprendimiento total, de la rectitud.

Un espíritu que combate contra tales enemigos es semejante a esos ángeles que ven sin cesar la Faz de Dios. Esta es la inteligencia, siempre en silencio, que Dios eleva hasta Sí. 

Silencio del juicio. Silencio respecto de las personas y de las cosas. No juzgar, no manifestar la propia opinión, no tener opinión a veces, esto es, ceder con sencillez, si a ello no se oponen la prudencia y la caridad. Es el silencio de la bienaventurada y santa infancia, el silencio de los perfectos, el silencio de los ángeles y arcángeles cuando siguen las órdenes de Dios. ¡Es el silencio del Verbo encarnado!

10º Silencio de la voluntad. El silencio a los mandamientos, a las santas leyes de la regla, no es otra cosa, por así decir, que el silencio exterior de la propia voluntad. El Señor tiene algo que enseñarnos de más profundo y difícil: el silencio del esclavo bajo los golpes de su amo. Pero ¡dichoso esclavo, ya que el Amo es Dios!

Este es el silencio de la víctima sobre el altar, el silencio del cordero que se ve despojado de su vellón; es el silencio en las tinieblas, silencio que impide pedir la luz, al menos la que alegra.

Es el silencio en las angustias del corazón, en los dolores del alma; el silencio de un alma que se vio favorecida por su Dios, y que, sintiéndose ahora rechazada por El, no pronuncia ni siquiera estas palabras: ¿Por qué? ¿Hasta cuándo?

Es el silencio en el abandono, el silencio bajo la severidad de la mirada de Dios, bajo el peso de su mano divina; el silencio sin otra queja que la del amor. Es el silencio de la crucifixión; es más que el silencio de los mártires: es el silencio de la agonía de Jesucristo. Sí, este silencio es su divino silencio, y nada es comparable a su voz, nada resiste a su oración, nada es más digno de Dios que esta clase de alabanza en el dolor, que este fiat en el lagar, que este silencio en el trabajo de la muerte.

Mientras esta voluntad humilde y libre, verdadero holocausto de amor, se aniquila y destruye para la gloria del nombre de Dios, El la transforma en su voluntad divina. Entonces ¿qué falta para su perfección? ¿qué se requiere todavía para la unión? ¿qué falta para que Cristo sea acabado en esta alma? Dos cosas: la primera es el último suspiro del ser humano; la segunda es una dulce atención al Amado cuyo beso divino es la inefable recompensa. 

11º Silencio consigo mismo. No hablarse interiormente, no escucharse, no quejarse ni consolarse. En una palabra, callarse consigo mismo, olvidarse de sí mismo, dejarse solo, completamente solo con Dios; huir de sí, separarse de sí mismo. Este es el silencio más difícil, y sin embargo es esencial para unirse a Dios tan perfectamente como pueda hacerlo una pobre creatura, que, con la gracia, llega frecuentemente hasta aquí, pero se detiene en este grado, porque no lo comprende y menos aún lo practica. Es el silencio de la nada. Es más heroico que el silencio de la muerte.

12º Silencio con Dios. Al comienzo Dios decía al alma: «Habla poco a las creaturas y mucho conmigo». Aquí le dice: «No me hables más». El silencio con Dios es adherirse a Dios, presentarse y exponerse ante Dios, ofrecerse a El, aniquilarse ante El, adorarlo, amarlo, escucharlo, oírlo, descansar en El. Es el silencio de la eternidad, es la unión del alma con Dios.